Cuando conocí, ya hace muchos años, al padre Gastón Garatea quedé impresionada, al igual que la mayoría de personas que han tenido el privilegio de conocerlo. Como sacerdote de la Iglesia Católica, el padre Gastón siempre ha representado ese tipo de pastor que me hace congraciarme con la religión bajo la que fui formada: es humilde, es humano, tiene una profunda preocupación por el otro y a lo largo de su vida eclesial ha preferido siempre estar de lado de los pobres en lugar de estar de lado del poder. En cada entrevista que tuve con él como presidente de la Mesa de Concertación para la Lucha contra la Pobreza, siempre me encontré con un ser humano preocupado, casi desesperado, por lograr que los demás entendiéramos que la pobreza no es una condición de la que se sale o se entra gracias a una mera cifra económica. La pobreza, en palabras del padre Gastón, es una condición que excluye al ser humano de la posibilidad de tener una vida normal. Que aleja a los hombres y mujeres de su humanidad para arrastrarlos a un mundo donde solo cuentan el día a día, la supervivencia. Donde no hay derecho a la recreación, a la salud, a recibir el respeto de los otros.
Gastón Garatea ha recorrido todo el Perú, como sacerdote, como miembro de la Comisión de la Verdad, como pastor, como representante de la sociedad civil y en cada uno de esos viajes se ha convencido de que la Iglesia tiene un deber moral con los más necesitados. Que estar del lado de los desprotegidos no es una opción que se asume como ideología, como pose: es una obligación. Es un deber ser. Hoy el padre trabaja por la primera infancia y probablemente su labor silenciosa, terca, le cambie la vida a millones de niños que no existen aún para el Estado Peruano. Que crecen en zonas rurales sin vacunas, sin alimentación adecuada, sin condiciones que los alejen de la muerte que viene todo los años con el frío del invierno.
El padre Gastón Garatea es un pastor ejemplar cuyo único gran delito ha sido discrepar con quienes piensan que la Iglesia se lleva mejor con los poderosos que con los necesitados. Ha criticado, de manera prudente y respetuosa, a quienes hacen valer su jerarquía dentro de la institución para imponerles a los demás una manera única de ser católico. Y por eso ya lleva años sin poder oficiar una misa en Lima. Por eso el cardenal Juan Luis Cipriani le ha quitado la licencia para dirigirse a sus fieles en lugares más públicos. Por eso tiene que pasar por la humillación de solicitar autorización para hacer aquello para lo que Dios, no la Iglesia, lo eligió: ser sacerdote.
Así que digámoslo fuerte y claro de una vez: somos muchos, muchísimos, los que queremos recibir una misa del padre Gastón Garatea. Si el cardenal Cipriani no le da permiso, pues no se amilane, padre, y déjenos hacer una convocatoria. Déjenos poner hora y lugar y ahí estaremos para escucharlo. Para dejar en claro que la fe y el servicio a Dios no necesitan intermediarios. Ni permisos.