Últimamente me visita mucho la idea de que todos estamos muriendo.
Lo veo en mí, lo noto en mi madre, en mis hermanos, en mis hijas, en mi novia, en mis amigos. No es un ejercicio macabro, sino una constatación. Decir que el nacimiento activa la cuenta regresiva para morir es insuficiente, porque la muerte es más inexorable que la vida. Dos células que se unen en un útero pueden no llegar a convertirse en un bebe que saldrá a gritarle al mundo: la muerte puede interponerse mucho antes del nacimiento.
Y sin embargo, vivimos negando que la Parca nos espera.
Tocamos madera cuando la nombran, inventamos supersticiones para alejarla, jamás hablamos de ella con nuestros niños y, en ese interminable ritual de negación, hasta nos lamentamos sorprendidos cuando un célebre octogenario fallece.
Cuánta familiaridad nos falta con ella y cuánto me gustaría a veces ser budista.
Quizá la consecuencia más funesta de este velo mental no sea el abrupto zamaqueo cuando alguien cercano muere, sino la constatación de que nunca podremos decirle lo que guardábamos.
Así es: si de algo me ha servido últimamente imaginarme a mis familiares y amigos con la muerte encima, es para hacerles saber lo mucho que los quiero. Quién diría que la muerte puede ayudar a tener una mejor vida.
Fue por pensar estas cosas que hace unas semanas, en Arequipa, asistí a la charla de Kathryn Mannix, una especialista británica en cuidados paliativos que ayuda a tener una muerte digna. Una constante en los casos que la doctora Mannix comparte es cómo los pacientes disminuyen su ansiedad cuando ella les va relatando el proceso fisiológico de la muerte. “¿Me dolerá mucho morir, doctora?”, le suelen preguntar. Y ella les narra cómo el tiempo de estar despiertos se les va a ir acortando, prologándose cada vez más sus lapsos de estar dormidos, y que hacia el final tendrán una respiración en estado inconsciente, a veces apacible, a veces gutural, hasta que se apague el último interruptor ubicado en la parte posterior del cerebro. Mi transcripción es un resumen burdo y no le hace justicia: ella lo relata con minuciosidad profesional y una tranquilidad pasmosa, diríase que con una dulce resolución, y no es de extrañar, por lo tanto, que los rostros preocupados de sus pacientes acaben relajados y agradecidos una vez que ella les ha dicho las cosas claras. Un atributo que la doctora Mannix comparte acerca de sus pacientes es su generosidad hacia los seres que aman: más que preocuparse por su propia suerte, les preocupa el estado en que quedarán los vivos. “Conversen con transparencia de estos temas”, nos aconseja, y a mí se me hace un nudo en la garganta.
Al abandonar el recinto de la conferencia queda flotando entre los asistentes una noción más clara de cómo debe ser una muerte digna: en un entorno familiar, preferentemente en casa, aligerados de las cosas que no nos permitíamos decirle a los demás por pudor y rodeados del amor que supimos cosechar con nuestras acciones.
Unas horas después, apenas se dio la oportunidad, le conté a mi hija menor cómo me gustaría que fuera mi velatorio. Ella anotó mentalmente, asintiendo y sonriendo.
Juro que pocas veces la he querido más.