Saldaña, ¿no? ¿Así te apellidas? Me preguntó ese flaco, desgarbado y cabezón tras una reunión en un salón de Letras de la PUCP, en ese muy caluroso verano de 1983. El fenómeno de El Niño venía arrasando el norte del país y nos encontrábamos organizando ayuda para los damnificados.
“Claro, soy Mario”, contesté. Entonces, agregó: “¿sabes que nuestras familias están vinculadas desde hace dos generaciones por la amistad que tuvieron nuestros abuelos cuando estudiaban Derecho en la Universidad de Trujillo?”. Y yo comenté: “sabía que mi abuelo compartió aula con Víctor Raúl Haya de la Torre y que incluso alguna vez conversó con César Vallejo, que era un tanto mayor que él, pero no tenía identificado a tu abuelo”.
Cuando llegamos a la cafetería de Letras ya habíamos conectado lo suficiente como para saber que esta sería la tercera generación de amistad entre mi familia y los Guerra García. Y que quizá podría haber una cuarta, quién sabe.
Compartimos la política dentro y fuera de la universidad, la “trica” del curso de lógica en Letras (junto con algunos hoy famosos), el periodismo (cosa que Nano me adelantó que era a lo que me iba a terminar dedicando cuando empecé a escribir en “Página libre”, hacia finales de los ochenta), las invitaciones mutuas a nuestros respectivos matrimonios (que en mi caso fueron dos), el nacimiento de nuestros hijos y nuestros puntos de vista políticos (no siempre coincidentes).
Sobre esto último, solo diré que en el 2010, saliendo de un restaurante barranquino, me encontré con su padre, Roger, junto con Lucha Parodi, su esposa, a quienes me acerqué a saludar afectuosamente, como siempre. No había terminado de saludarlos, cuando él me dijo: “Mario, como sé que tú y Nano se quieren mucho, te pido el gran favor de convencerlo de que deje de lado su candidatura a la presidencia”.
Obviamente no tuve éxito en el cometido, pero desde ese momento hasta el jueves pasado, y solo en el caso de que Nano me lo pidiera, todo lo que le podía decir, comentar o aconsejar siempre tenía como único propósito evitarle a mi amigo algunos traspiés, errores o decisiones que pudieran ocasionarle daños irreparables o irreversibles. Debe ser porque me dirigía a un hermano y no al político.
Hoy, sin terminar aún de procesar la partida del flaco, y solo poniéndome el gorro de columnista, debo decir que el Perú acaba de perder a un político del carajo, de esos que tanta falta hacen.