Tiempos complicados. Se supone que uno debería sonreír, comprar regalos sin sudar y comer kilos de panetón sin temor a engordar. La Navidad de escaparate es luminosa y glamorosa. En el encarte de Saga y el comercial de pavo nadie está angustiado, no hay tráfico, la felicidad brota por los poros y un súbito optimismo, disfrazado de rojo, blanco y verde, se apodera del ambiente donde el malhumor está vetado.
Y no, pues, no hay que ser un aguafiestas para darnos cuenta de que algo no encaja. Les sugiero que hagan el ejercicio de recordar los momentos más hermosos de sus navidades pasadas. Hagamos de cuenta que somos Ebenizer Scrooge, el personaje de Dickens, y viajemos de la mano de nuestra memoria a esos lugares que se nos han quedado grabados para siempre. ¿Ya? Les apuesto que sus recuerdos no tienen nada que ver con compras acaloradas. Estoy segura de que han recordado con cierta sonrisa ese show para el que se prepararon meses, capitaneado por su prima Flavia, para presentarlo ante la familia la noche del 24. O la manera cómo la abuela Lucha los reunía al lado del nacimiento para rezar antes de las 12. O el típico tío Pepe, a quien se le pasaba la mano con el champán y hacía chistes colorados. O la tarde en que los perros se robaron el pavo. O el intercambio de regalos en el que a la tía Marisol le tocó un gorro de ducha y todos se atacaron de la risa.
Nuestros recuerdos de Navidad suelen oler a carcajada, a puré de manzana, a correteo en la calle reventando cohetes. Suenan a villancicos desafinados cantados en familia, en los que nunca falta un gracioso, como el primo Miguel, que les cambia la letra (“yo me churreteaba, yo me churreteé, yo me eché una churreta, yo me la quité” es un clásico infaltable). En la Navidad sin edulcorante siempre están los que faltan y nos arrugan el corazón, los que se echan un gas en el momento menos apropiado y las tías abuelas que regalan calzoncillos. En las navidades de carne y hueso los padres le pierden la paciencia a los chicos, hay un par de parientes que no se soportan y nunca falta el vecino listo para quejarse.
En esas navidades como la que celebraremos este 25 de diciembre, vamos a engordar, nos vamos a echar a llorar cuando nos acordemos de la mamama, nos vamos a abrazar todos sudados a las 12 de la noche. Vamos a vivirla con nuestras esperanzas y limitaciones. Con nuestro malhumor y nuestras ganas de querernos. Y no, pues, no vamos a lucir ni tan felices ni tan compuestos, ni tan radiantes como en los encartes o en los comerciales de la tele, porque de eso no se trata la vida, porque, gracias a Dios, la alegría es más grande que un gordo que no entra en la chimenea… Feliz descachalandrada Navidad para todos ustedes.