Una vez más, un tema como el del aborto terapéutico ha desatado un debate furibundo. La sola habilitación de una ley, que tenía 90 años de antigüedad y que era inaplicable debido a la falta de este protocolo, ha vuelto a poner en alerta a los que consideran a las mujeres unas vulgares asesinas que están buscando cualquier excusa para arrancarse del cuerpo niños no deseados. Palabras como “infierno”, “asesinato de niños”, “abortos masivos” “lobbies internacionales” han copado una discusión que tiene mucho más de sufrimiento que de maldad como lo quieren hacer ver.
Y la verdad que ya cansa. Basta de seguir haciéndoles creer a los católicos que viven bajo el signo de un Dios odiador. Basta de asustar a una población que tiene derecho a estar informada para tomar sus propias decisiones. El protocolo para la aplicación del aborto terapéutico está hecho con el fin de que aquellas mujeres que llevan embarazos riesgosos para su vida, o que están gestando niños que no sobrevivirán fuera del útero materno, escojan si quieren interrumpirlo con asistencia del Estado y en un establecimiento de salud seguro. Está hecho para que ELLAS tomen una decisión. La que consideren más conveniente para su salud y para la de su familia. Algunas decidirán seguir adelante con la gestación (la ley no obliga a nadie a abortar) otras no. Pero todas las que se hayan visto en estas circunstancias asumirán los riesgos y las consecuencias de su elección de manera libre, consciente e informada. Sin que las acusen de asesinas, sin que las ataranten por continuar con un embarazo aunque corra peligro su vida.
¿A qué le temen entonces los que se oponen a esta reglamentación? ¿A que las mujeres salgan corriendo a abortar en clínicas y hospitales aunque no cumplan con los requisitos que el protocolo establece? No pues, Cardenal, no se preocupe; esas ya tienen dónde hacerlo. Irán a los miles de establecimientos clandestinos e inseguros en los que nadie les pregunta por qué ya no quieren seguir embarazadas. Irán a esos lugares que están llenos de niñas adolescentes a los que sus padres, casi siempre muy católicos, las arrastran para esconder un embarazo que pudo evitarse con mejores políticas de educación sexual y reparto de anticonceptivos.
Ese no es el problema, así que mejor sinceremos el discurso, y asumamos que lo que no pueden soportar los que se oponen a la estandarización de esta práctica médica es que el Estado peruano funcione como un Estado laico. Que las leyes se dicten al margen de una institución como la Iglesia Católica, que bajo la excusa de que la mayoría de los peruanos profesan su fe, pretende influir en políticas públicas que afectan a todos los demás.
Y están furiosos porque no es lo común, porque ya se habían acostumbrado a imponer su visión confesional en decisiones que afectan a católicos, a ateos, y a feligreses de otras religiones. Esta vez, sin embargo, gracias a la valentía de la ministra de Salud, Midori de Habich, y de autoridades y personalidades que no se dejan atarantar, el Estado protegerá a mujeres que decidan interrumpir el embarazo en situaciones extremas. Las acompañará y las asistirá en una de las decisiones más duras y difíciles de su vida. No las señalará con el dedo, ni las tildará de asesinas, ni las amenazará con que se quemarán en el infierno. Eso lo seguirán haciendo otros, en nombre del Señor.