En la guerra contra la informalidad, las cosas se mueven lentamente, pero ayer llegaron noticias del frente de batalla con nuevas estadísticas del INEI. Si bien todo indica que tenemos guerra para rato, tres novedades son motivo de esperanza.
La primera es que la formalización del mercado de trabajo sí avanza. La impresión de inamovilidad se ha debido en parte a pocos años de observación. Ahora, los nuevos datos del INEI nos permiten verificar tendencias para un período más largo, los ocho años entre el 2007 y el 2015.
En ese lapso, 82% del nuevo empleo creado en el país consistió en empleo formal. La informalidad laboral sigue siendo una imponente masa, pero su participación se ha reducido de 80% a 73% y su tamaño absoluto permaneció casi estático en los últimos ocho años, mientras que el empleo formal aumentaba 5,1% al año. Cuando empezaban a derretirse los glaciares tampoco nos imaginábamos su eventual desaparición, pero los peregrinos que hoy trepan el sagrado Ausangate están prohibidos de llevarse pedazos de hielo por lo poco que queda.
La segunda novedad es aun más importante porque no se refiere al número de trabajadores informales sino a su productividad. Es que la mayor preocupación por la condición informal no es la exclusión de los beneficios sociales sino la baja productividad de su trabajo, causa principal de su pobreza. La productividad del trabajador formal hoy es cinco veces mayor a la del informal, pero esa diferencia era siete veces en el 2007. Desde ese año, la productividad del informal ha aumentado en forma asombrosa, en 6,3% al año, mientras que la del formal en solo 1,9% al año.
Pero cabe una aclaración. Acostumbramos hablar de “productividad laboral”, pero las diferencias productivas entre formal e informal no se deben principalmente a cualidades del trabajador ni al cumplimiento de normas sino a las enormes diferencias en capital físico y financiero que acompañan al uno y al otro. Firmar planillas y ponerse uniformes tendría poco efecto si un agricultor sigue arando con chaquitaclla en vez de tractor.
La tercera noticia viene en los diferentes perfiles humanos del formal e informal. Así, 56% de los trabajadores formales en el 2007 eran hombres entre 25 y 64 años de edad, categoría relativamente homogénea que podría definirse como el arquetipo del formal. Por contraste, el grupo informal era más diverso, con 46% de mujeres, 26% menores de 25 años y 6% adultos mayores. Incluso, la proporción con familias grandes (4 o más hijos) era el doble entre los informales.
Mi interpretación es que la lógica de la informalidad no es solo evitar impuestos y normas. Más bien, la flexibilidad del trabajo informal permite un mejor calce con la diversidad de circunstancias de una población pobre, que se encuentra además en plena etapa de transformación residencial y ocupacional, desde la ruralidad a la vida urbana. Una gran parte de la oferta de trabajo consiste en hijos menores, adultos mayores, mujeres, madres recientes, parejas separadas por necesidades de trabajo distante, discapacitados y otras categorías humanas que difícilmente pueden cumplir con la regimentación que exige el trabajo formal. Los perfiles que nos muestra el INEI sugieren que, hasta cierto punto, la informalidad estaría representando un mejor aprovechamiento de nuestra capacidad de trabajo.