Alguna vez –en privado, señala una fuente confiable– un parlamentario andino se habría referido al puesto que ocupaba como una “beca” que le permitía viajar internacionalmente, dedicarse a sus lecturas personales, ensayar gestión de intereses y recibir el trato y los beneficios de un “padre de la patria” más. El hecho de que el Parlamento Andino sea un órgano deliberativo cuyas decisiones no son vinculantes ha limitado el alcance de su importancia a un nivel básicamente protocolar. Su reducida gravitación pública obviamente aligera la carga laboral de sus representantes, quienes, por ejemplo, ordinariamente sesionan dos veces al año.
El problema principal se originó cuando –con afán de dotarle legitimidad– se decidió elegir a los representantes de este foro a través de la elección popular, conjuntamente con las elecciones legislativas. El desconocimiento público sobre el Parlamento Andino y el otorgamiento arbitrario de una sobredimensionada relevancia electoral generaron la oportunidad para que políticos –la mayoría de media caña, al menos en el caso peruano– postularan a estos cargos de –prácticamente– nula rendición de cuentas. El diseño y uso improductivos dados a estos puestos han degenerado las intenciones que ameritaron el origen de esa instancia. Hoy, postular a las curules andinas es una suerte de premio consuelo para políticos camino a la jubilación, deseosos de retirarse del quehacer político por la puerta falsa, escapando del escrutinio ciudadano.
Los resultados electorales previos ya denotan la vergonzosa falta de legitimidad que ostentan los parlamentarios andinos (al menos en el Perú). En las elecciones del 2011, el voto en blanco fue el “vencedor” de dichos comicios, con un 26% del total de emitidos, seguido por la lista de Gana Perú (16%), Fuerza 2011 (14%) y el voto viciado (13%). Es decir, votos nulos y en blanco sumaron un 40%, cifra superior al 30% histórico de votos inválidos alcanzados en la fraudulenta segunda vuelta del 2000, cuando Alberto Fujimori corrió solo para alcanzar su segunda reelección consecutiva. En otros países afectados por esta infamia, como Colombia, se hicieron campañas ciudadanas para sabotear las elecciones a parlamentarios andinos a través del voto en blanco y hasta acuerdos políticos entre partidos para no presentar listas a estos puestos. En las dos veces que los colombianos eligieron popularmente estos cargos, el voto en blanco superó la mitad de electores, al punto que la última vez los comicios tuvieron que repetirse (con el añadido de que ninguno de los aspirantes originales pudo presentarse nuevamente).
Propongo que en estas elecciones, donde los partidos siguen contrabandeándonos reciclaje político en sus listas andinas, promovamos una campaña del voto en blanco al Parlamento Andino. Sería una protesta en contra de lo que se ha convertido esta institución: una especie de burocratismo de las relaciones de integración, demasiado oneroso y superficial como para mantenerlo como está. Recordemos que votar en blanco (o viciado) es una de las muestras más auténticas de rechazo al ‘establishment’ político y a su oferta electoral, porque hiere al sistema en lo fundamental: les resta legitimidad a quienes –a pesar de la desafección ciudadana– asumen cargos de representación política. Esta es nuestra oportunidad –y sobre todo nuestro derecho– de no seguir eligiendo –por ‘default’– otorongos andinos.