El fujimorismo dañó severamente la institucionalidad política durante la década de 1990. Coadyuvó al colapso de los partidos –sin erigir uno propio–, personalizó la política estatal, corrompió el equilibrio de poderes, subyugó el Estado de derecho a “interpretaciones auténticas”. Implantó, además, un “modelo económico” con un correlato antipolítico: clientelismo, arbitrariedad, autoritarismo. El resultado: el gobierno ajusta, el pueblo aguanta sin reclamar. Paradójicamente, quienes destruyeron la política tienen la oportunidad –17 años después– de reivindicarse y reconstruirla. Con un inédito control del Legislativo, pueden asumir la responsabilidad histórica de demostrar su conversión democrática, su vocación institucionalista y su talante de servicio público. Hasta el momento, empero, se echa de menos la convicción en dicho encargo.
El grupo de trabajo de Reforma Electoral encargado por la comisión de Constitución a Patricia Donayre presentó el resultado de nueve meses de labor: un borrador de ley electoral de más de 400 artículos. El documento tiene dos méritos insoslayables: articula una propuesta integral (no es una modificación antojadiza de normas individuales) y goza de la legitimidad del consenso multipartidario (no es una “trampa fujimorista”, como elucubró la prensa desinformada). Es el mayor esfuerzo de su tipo en años; desde la comisión del Código Electoral de Natale Amprimo en el 2004.
Pese a estas importantes virtudes, la labor del grupo de trabajo Donayre –hoy a todas luces independiente– ha recibido ataques de uno y otro lado. Primero el Ejecutivo trató de bajarle la llanta con su iniciativa de “Reconstrucción política”, un proyecto de reforma sin convicción, para cumplir. Luego la izquierda y sus reformólogos tomaron el requisito del número de firmas como su caballito de batalla, desmereciendo los avances. La “sociedad civil” –esa entelequia de remunerados activistas “superiores” al ciudadano promedio– metió candela porque no salía en la foto. Paradójicamente, estas críticas le hicieron el juego al fujimorismo más duro, pues le permitió devaluar el trabajo multipartidario a un “insumo”, cuando en realidad merecería ser un pilar del imperioso cambio. Seamos honestos: no habrá código electoral que deje contentos a todos. El producto del grupo de trabajo, aunque lejos del ideal, es un gran primer paso para lo que podrá ser una reforma política más ambiciosa. Criticar temas puntuales –número de firmas, rol de la UIF, etc.– es, en estos momentos, un ejercicio fatuo de vanidad porque contribuye a socavar un proceso de consenso político y técnico.
Para salir del gran bache del lento crecimiento –diagnosticado estupendamente por Roberto Abusada–, necesitamos un shock institucional, un “modelo político” de institucionalidad que valore el bicentenario. Jaime de Althaus acierta cuando subraya que esta es tarea exclusiva del Legislativo (¿Qué se puede esperar de un Ejecutivo apolítico?). Pero, ¿podrá el fujimorismo liderar una reforma política consensuada, pensando en el largo plazo y no en las elecciones subnacionales del próximo año? ¿Combinan “fujimorismo” e “institucionalidad política” en un oxímoron de significados opuestos? La respuesta vendrá de la Comisión de Constitución, encargada de cumplir la promesa de Keiko Fujimori de legarnos el “mejor Congreso de la historia”. Por ahora, brumosa lontananza.