Hay un tipo de arribismo muy peruano, de rezagos cómicamente virreinales, que consiste en integrar la corte de corifeos de un cura. Bueno, no de cualquier sacerdote, sino de Monseñor (siempre con mayúscula). Para ellos, cualquier tipo de demostración –sacramental, social o política– de cercanía al cura del pueblo será motivo de pavoneo. Indudablemente, la gentita –o aspirante a gentita– que así actúa siente que con esta acollerada consigue ser más noble. “Noble” en el sentido de nobleza colonial, claro, no de espíritu.
Porque, de verdad, si vamos a hablar en términos morales, como intenta toda religión, ¿qué tiene en el espíritu una persona que pretende justificar que alguien haya dicho que las niñas son violadas porque se ponen en un escaparate? Intentar matizar una frase así, en un país como este, solo revela falta de empatía con el sufrimiento del prójimo.
O, mejor dicho, de la prójima, que de eso estamos hablando. Lo irónico es que la religión católica fue una de las pioneras en esto de la empatía, es decir, en ponerse en los zapatos del otro (llegando a extremos convenientemente olvidados por sus seguidores, como aquel de ofrecer la otra mejilla).
El problema está en que los dueños de la franquicia son un grupo de varones –autoproclamados vírgenes, además– que han heredado una estructura institucional del Medioevo que no les permite conocer la realidad de una familia y, menos, de una mujer. A eso hay que agregarle que, en vez de profundizar en lo esencial de las enseñanzas de su fundador, esta gente se dedica, más bien, a preservar y difundir mitos de la Era de Bronce en los que la mujer, invariablemente, cumple el rol corruptor (el más famoso pero no único: Eva y la manzana).
Ya es hora de discutir el rol de una institución así en un país que ostenta varios récords mundiales en violencia contra la mujer (sexual y de todo tipo). Después de todo, somos probablemente el país más conservador del hemisferio, en el que la Iglesia Católica interfiere directamente en políticas públicas mucho más que en otros países abrumadoramente católicos, como México (donde el aborto es legal) o Chile (que antes no tenía ni divorcio y ahora aprobó la unión civil).
Ya es hora de plantear, en serio, cuánto bien hace que los medios sirvan de tribuna incuestionada de una persona cuya trayectoria ha consistido en barrer bajo la alfombra cualquier denuncia de abuso contra inocentes, sean campesinos de Ayacucho o niños del Sodalicio. Ya es hora.