"Acá me tienen, marchando a 6 kilómetros por hora mientras quienes saludo trotan a 8 o 9, por lo que hacer coincidir nuestras palmas requiere precisión". (César Fajardo)
"Acá me tienen, marchando a 6 kilómetros por hora mientras quienes saludo trotan a 8 o 9, por lo que hacer coincidir nuestras palmas requiere precisión". (César Fajardo)
Gustavo Rodríguez

Salgo a caminar, con carbón encendido en la caldera y con la mirada atenta. Hoy es un día excepcional: me cruzo con más conocidos que de costumbre y, debido a cierto optimismo atribuible al café, se me ocurre cambiar el usual trueque de sonrisas por un deportivo toque de palmas. Acá me tienen, marchando a 6 kilómetros por hora mientras quienes saludo trotan a 8 o 9, por lo que hacer coincidir nuestras palmas requiere precisión.

El primer contacto lo tengo con R, un publicista tímido que en sus tiempos libres sobrevuela este mismo malecón en parapente: un toque de dedos que se esfuma en el frío. Unos pasos más y asoma C, un politólogo al que critican varios. Siempre ha sido cordial conmigo, así que palmas con él. Mis pasos prosiguen y también los contactos: P, el cocinero que una vez me asesoró cuando escribía una novela; G, el director de una consultora de prestigio. Pero no con todos me atrevo: ahí viene C, el caricaturista que más celebra nuestra izquierda, ensimismado como siempre, quizá rumiando sátiras, y me rindo antes de buscarle la mirada.

Quien sí se aproxima amigable es S, que por curiosos avatares es hoy nuestro primer ministro y nuestras palmas chocan mientras me pregunto qué soluciones andará oxigenando. La isla San Lorenzo observa desde lejos mi saludo con I, un abogado honorable, gran lector, presidente de una reguladora del Estado, y esta palmada es la más cariñosa; detrás de él viene X, a quien un día vi orinar en un bar sin después lavarse las manos, así que para qué arriesgarme.

En tanto doy la media vuelta, noto algo que usted ya debe haber percibido: no me cruzo con ninguna mujer. No es que no haya corredoras: abundan y pasan raudas, pero no conozco a ninguna. ¿Es mi vida un club de Toby? Debe tratarse de una mala muestra estadística y, como si los dioses me pusieran a prueba, aparece una silueta en la bruma: hace mucho trabajé con ella y le puse un infeliz apodo que un día solté delante de mis compañeros –quizá si tenga un club de Toby– y ella se enteró: trágame, tierra, y escúpeme en Siberia. No me dirigió más la palabra, pero con los años volvimos a cruzar miradas, luego algún like en Facebook y esta es la primera vez que nos cruzaremos sin opción de escape. Faltan tres metros, ahora faltan dos, ensayo una sonrisa, pienso si debo arriesgarme, si lo que alguna vez fue amistad puede volver a airearse; mi palma se alza ambigua, pero ella es más grande: levanta la suya y la choca canchera con la mía.

Un bálsamo me acompaña hasta mi casa: es la energía que me ha transmitido una decena de conocidos que aprecio y una mujer cuya generosidad me conmueve. Ya duchado, leo que al exalcalde de se le vienen más problemas asociados a la corrupción y recuerdo que él le quitó a mi ciudad la posibilidad de un malecón junto al río a cambio de un polémico, que le negó a millones la posibilidad de sus palmas chocando y la cancelación de reencuentros festivos que tanta falta le hacen a esta ciudad presurizada.

Y, más que una palmada, se me antoja una cachetada.

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