El papa Francisco parece ser lo más “progresista” que una institución conservadora –como la Iglesia Católica– lo permite. Su discurso ideológico político ha sorprendido a muchos. De hecho, debe ser una de las figuras mundiales más críticas al capitalismo de mercado. Su cuestionamiento al “modelo” ha sido contundente: el crecimiento económico no debe quedarse en las estadísticas macroeconómicas. Asimismo, ha cuestionado la propiedad privada y el afán de lucro del empresariado inversionista. Pero a su vez mantiene el dogma conservador en temas sociales como el matrimonio homosexual y el aborto; aún se esperan reformas importantes respecto a escándalos que involucran a miembros de la Iglesia Católica –por ejemplo, casos de pedofilia– y su ancestral misoginia.
Francisco es ideológicamente móvil. Su crítica al sistema económico mundial suma a su carisma sin llegar a endosar el marxismo. (Basta recordar su expresión facial al recibir la cruz Espinal de parte de Evo Morales). El retorno a un discurso que privilegia la “opción por los pobres” –asociado a la teología de la liberación– es una reinterpretación pastoral. La encíclica “Laudato si” (“Alabado seas”) sintoniza con las exigencias contemporáneas de cuidado medioambiental del planeta. (En el Perú, fácilmente podría ser catalogado como antiminero). Paradójicamente, este pronunciamiento se funda en consensos científicos: el calentamiento global como resultado del “consumismo inmoral” de la actividad humana.
Empero, en los temas “morales”, Francisco arriesga menos. Los valores católicos pasan por una coyuntura difícil frente a la ola igualitaria mundial –con el matrimonio homosexual encabezando las reivindicaciones–. El dogma católico sobre la “familia” no había sido retado con tanta agudeza, a tal punto que el Vaticano ha convocado una asamblea general de obispos para discutir la posición de la institución eclesial al respecto. Roma parece más sensible al debilitamiento de su “establishment moral” que sus defensores peruanos. Mientras Francisco exhibe gestos de apertura –aún sin reformas concretadas–, los radicales católicos peruanos polarizan. Con su intransigencia, son más papistas que el Papa en su guardia ultramontana.
La distancia entre Francisco y los “escuderos” católicos criollos es resaltable. Mientras aquel condena la inversión empresarial, especialmente en actividades que dañan la ecología, el Arzobispado de Lima se beneficia de sus acciones por dividendos en Minera Buenaventura. Entretanto Francisco insta a los marginales a movilizarse, nuestras autoridades eclesiales los estigmatizan como “antimineros”. Mientras el Papa pide perdón por el viejo colonialismo eclesial y critica el neocolonialismo económico y mediático que oprime a los excluidos, nuestro arzobispo Cipriani califica como “imperialismo” el derecho civil de minorías homosexuales.
¿Será posible que el giro político papal avance hacia reformas sustantivas con impacto en la organización de la vida de sociedades mayoritariamente católicas? Si se trata de tender la mano a los excluidos, el “establishment moral” peruano traiciona la renovada vocación papal. Se ha encerrado en una errónea lectura de su “popularidad”, exacerbando el autoritarismo de sus jerarquías al punto del ridículo. La Iglesia Católica es un poder fáctico ostentoso y como tal es más probable su embestida que su victimización, algo que olvidan quienes se sienten ofendidos. La progresiva pérdida de feligresía evidencia el errado uso de la “regla de la mayoría”.