Macarena Costa Checa

A pesar de haber estudiado ciencia y haber sentido siempre una vocación por ella, el otro día me encontré a mí misma diciendo: “¡ni muerta entraría en política!”. Esto, con la plena consciencia de que el necesita a más en política –independientemente de su orientación ideológica–.

Sé que no soy la única. Una cosa es que haya interés en la política desde un sector de la juventud y otra, que ese interés se traduzca en acción y representación. Creo que hay varias razones por las que gente joven, con ganas de aportar al país, le teme tanto a la idea de lanzarse a la arena política.

Primero, la percepción de precariedad y corrupción. Un Congreso con 7% de aprobación, un Ejecutivo con 15%, y autoridades regionales que más pronto que tarde terminan presas por corrupción. ¿Quién quiere entrar a un mundo así? Sé que hay políticos honestos y probos. Pero lamentablemente son la minoría y las percepciones se forman a partir de las generalizaciones. El mundo político de hoy está lleno de desincentivos que alejan a jóvenes de entrar en él.

Luego está la incertidumbre. La política tendría que poder ser una carrera. ¿Qué es hoy? Una fugaz oportunidad de no más de cinco años para ganar notoriedad o un sueldo estable. Al menos así se percibe. La realidad es que no tiene nada de malo querer hacer una larga carrera en política. De hecho, los grandes políticos se hacen así. Pero acá es como si esa noción ya no existiera. Ni siquiera dejamos reelegirse a los pocos que hacen bien su trabajo. ¿Así queremos formar una nueva clase política?

Está también la obligación de tener que adherirse a un extremo ideológico para poder participar en política. La polarización en la que vivimos vuelve virtualmente imposible hacer política desde el centro. El nivel del debate público es paupérrimo. Entonces, uno se pregunta: “¿cómo voy a poder hacer una diferencia en un sistema que opera así?”.

Finalmente, lo más preocupante: la posibilidad de que no haya –entre la juventud– una visión de esperanza en el futuro de este país. Sumémosle a esto un contexto de precarización del empleo juvenil y el panorama pinta aún más gris.

Esa noción de que “los jóvenes son el futuro del Perú” se vuelve cada día más borrosa… ¿Qué jóvenes? ¿Qué futuro? Y la respuesta, inevitable… si no somos nosotros, ¿entonces quiénes? Si dejamos que esos espacios sigan siendo tomados por otros, nunca vamos a salir de esta espiral. Vamos a seguir perdiendo la esperanza. Nuestros hijos van a maldecir haber nacido en este país. Los que somos jóvenes hoy no lo seremos siempre. Pero, mientras lo seamos, ¿qué demonios podemos hacer por el Perú? Empecemos por tener esta conversación.


*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.




Macarena Costa Checa es politóloga