Carlos Hidalgo tiene 12 años y es peruano. Estudia en la escuela Juan Verdaguer Planas, de la comuna de la Recoleta, en Santiago. En una actividad escolar le enseñan a valorar sus orígenes. Machu Picchu y las Líneas de Nasca aparecen, como consecuencia, entre los gráficos de su tarea. Pero cuando le preguntan si es hincha de Alianza Lima o Universitario de Deportes se queda callado. En realidad, apenas conoce a esos equipos (lo suyo es el Colo-Colo). En su casa, ven televisión peruana todas las noches –gracias a un decodificador chino–. Su padre es un seguidor leal del Descentralizado peruano y de la crema de sus amores, y cuando habla por Skype con sus primos en Chimbote no falta el comentario futbolero. Pero Carlitos no comparte la pasión de su viejo; Carlitos es un posperuano.
Doscientos treinta y dos millones de personas viven en un país distinto al que nacieron, según los cálculos anunciados por el Día Internacional del Migrante, celebrado ayer. Dos millones y medio de ellos son peruanos repartidos en los cinco continentes. La principal colonia peruana se encuentra en Estados Unidos (casi 800 mil), pero la concentración migratoria atraviesa océanos: España (400 mil) e Italia (250 mil) en Europa, Japón (100 mil) en Asia, y Argentina (350 mil) y Chile (200 mil) en el vecindario. Las cifras muestran una desaceleración en el crecimiento de emigrantes peruanos, pero no una reducción abrupta. Es decir, inclusive durante el mejor momento de la economía del país, los peruanos continuaron cruzando fronteras.
Los ciclos migratorios recientes, empero, no están asociados a hechos traumáticos como la hiperinflación, el terrorismo o las persecuciones políticas de regímenes autoritarios (como sucedió en el siglo XX). Estamos ante un fenómeno de desarraigo voluntario, en el que las razones asociadas a tomar las maletas son más personales que resultado de determinantes colectivos. Por lo tanto, el Perú deja de ser aquel dolor que se disuelve en la nostalgia de una Inca Kola comprada en supermercado mexicano o un llanto guitarrero que se apacigua escuchando a Polo Campos. El Perú –para el posperuano– se convierte en un cariño bonito.
La globalización y los avances tecnológicos han moldeado nuevos hábitos en el emigrante peruano. El posperuano escucha o ve las noticias de su terruño cuando se le antoja, chatea cotidianamente con los suyos y comparte su día a día por redes sociales. Nunca antes estuvo tan conectado con su país a pesar de la distancia y, por si fuera poco, el ‘boom’ gastronómico hace menos difícil acceder a lo que más extraña. Es más, no está desterrado eternamente en tierra ajena, sino que visita sus orígenes con más frecuencia (y con menos drama).
Por lo tanto, no es descabellado hipotetizar que estos cambios en la relación entre el emigrante y su país de origen han relajado los apasionamientos nacionalistas característicos de la modernidad. La peruanidad se convierte en un sentimiento de menor intensidad, deja de estar vinculada a odios o amores y se vive como herencia cultural y respeto por los orígenes. Pero la necesidad de reivindicarla política, social o deportivamente pierde sentido en aquellas sociedades que empiezan a valorar positivamente las diferencias. Y en estas, el posperuano no está interesado en marcar fronteras, sino en borrarlas.