(Foto: Archivo El Comercio)
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Carlos Meléndez

El principal cambio en el Perú, entre el ascenso y la caída del breve gobierno de Kuczynski, es que Alberto Fujimori está libre. Las elecciones del 2016 fueron planteadas por el antifujimorismo, paradójicamente, como un plebiscito en torno al excarcelamiento de quien dirigiera un régimen autoritario y corrupto. Y digo paradójicamente porque, según los detractores de Fuerza Popular (FP), la liberación de su patriarca era el único norte de este grupo. Vistas así las cosas, el gran ganador de aquellos comicios fue el fujimorismo y el gran perdedor –que curiosamente gusta de enrostrar derrotas a sus rivales–, el antifujimorismo. ¿En qué yerran estos “antis”?

Ante todo, en no reconocerle al fujimorismo su estatus de partido. Para los más radicales, FP solo puede ser una “camarilla mafiosa y autoritaria”. Cierto que existen investigaciones sobre posibles delitos de importantes dirigentes de FP, pero acusaciones similares también comprometen a políticos del antifujimorismo, desde Humala a Villarán. Contradictoriamente, el campo antifujimorista carece de organización partidaria, de genuinos representantes con legitimidad forjada en las urnas (¿por qué no más activistas opuestos al autoritarismo fujimorista postulan al Congreso?). Esta carencia de organización se refleja, por un lado, en las mostradas limitaciones de su modus operandi, fundamentalmente mediático (vía “periodicazos”). Por otro lado, el indulto a Fujimori los deja huérfanos de causa. Así es comprensible que sus odios migrasen a Keiko, nuevo pararrayos de sus frustraciones políticas.

Precisamente, otro error del antifujimorismo es inventarse ánimos intelectuales para nutrir su pragmático rechazo a los Fujimori. Sus lumbreras han elucubrado sofisticadas justificaciones doctrinarias como la “coalición paniaguista”; han travestido a Kuczynski de “demócrata” y “progresista”, estafado a Julio Guzmán en el oxímoron “centro radical” (sic) y, por si fuera poco, ahora nos disuaden con otro retruécano: un “caudillo institucional” (¿márketing intelectual para Barnechea?) ¡Vamos, hombre! Es más sensato reconocer que el antifujimorismo no tiene proyecto alternativo; salvo quienes abrazan la izquierda, desde Santos a Mendoza. Los “liberales” –concurrentemente, los más elitistas e influyentes– continuarán borrando con el codo lo que escribe Vargas Llosa.

El antifujimorismo apartidario –sus operadores, eruditos, voceros– no asume su cuota de responsabilidad en esta crisis, que azuzaron hasta ahondar la polarización. Su sermón en el funeral político de PPK recayó en el “obstruccionismo” fujimorista, cuando la culpa se extiende a todo el espectro político. Los ‘antis’ ignoran la autocrítica y desdeñan los beneficios de la constricción. Parecen haber tomado de rehén a la democracia, al concebirse como los únicos capaces de practicarla genuinamente. Como si el fujimorismo, el Apra y Castañeda –entre otros de sus némesis– fueran una imposición autoritaria y no el reflejo electoral de un sector de la sociedad que “republicanos”, tecnócratas y gerentes-de-paso-por-el-Estado no saben cómo representar.

En este nuevo escenario, el antifujimorismo y el fujimorismo están llamados a variar de actitud y moderarse, para propiciar un entendimiento que asegure gobernabilidad a un Ejecutivo frágil. De no hacerlo, ambos campos seguirán acumulando victorias pírricas.