Los primeros perdedores, por Carlos Meléndez
Los primeros perdedores, por Carlos Meléndez
Carlos Meléndez

El último semestre del año pasado, una ofensiva reformista –desde diversas ONG y consultores de la cooperación internacional– irrumpió en el debate político peruano. A punta de columnas de opinión y ‘periodicazos’, trataron de generar el ‘sentido común’ respecto a la urgencia de reformular regulaciones básicas del entramado electoral y político en pleno contexto preelectoral. Reformas como cancha fueron propuestas a diestra y siniestra, con harta irresponsabilidad y escaso tino. La presión mediática y el lobby de ‘pasos perdidos’ fue tal que el Congreso cedió ante cambios aislados, algunos contraproducentes. A pesar de que se advirtió que “si no se sabe qué hacer, mejor no tocar nada”, la caricatura de reforma emergió cual cortina de humo. El alboroto actual de candidaturas en el limbo y de caos legalista ha sido promovido por la contumacia de ‘reformólogos’, quienes son los primeros perdedores de estas elecciones (aunque con irreparables costos para nuestra institucionalidad).

La primera víctima ha sido Julio Guzmán, un novato político –rodeado de estrategas amateurs– que no tuvo la pericia para adaptarse a una disfuncional Ley de Partidos Políticos (LPP). Hasta para posicionarse de un vientre de alquiler, se requiere un manual para ‘dummies’. Guzmán no lo tuvo. Estuvo demasiado concentrado en acumular ‘likes’ de Facebook que soslayó el hecho de que las reglas de juego fueron creadas por y para “dinosaurios”, con un establishment electoral que los ampara. La LPP –no casualmente apoyada originariamente por apristas y pepecistas– tiene una concepción arqueológica de la vida partidaria: está más preocupada por formalismos de libros de actas que por el activismo real de estas estructuras. Aunque algunos reformólogos zafan cuerpo y se solidarizan con la ‘causa morada’ –con más sentimiento de culpa que con razón–, ellos fueron los creadores y legitimadores del entramado electoral inservible.

Las reformas del semestre anterior también pueden alcanzar un salvavidas a César Acuña, acusado de haber comprado votos. Aunque este delito electoral está penado por el Código Penal, la especificación normada en el paquete reformista reciente permite a los escuderos acuñistas argumentar la inaplicabilidad de la regulación para el actual proceso. El incremento de la valla electoral para coaliciones también divide a los personeros legales partidarios: quienes calculan que no pasarán el umbral aducen que esta norma aún no debe aplicarse; quienes confían en su electorado presionan para que rija. Finalmente, la famosa ventanilla única –vendida como el último grito de la lucha anticorrupción– no ha servido de nada para filtrar candidatos congresales en líos con la justicia.

La reformología barata ha contribuido a la anarquía electoral que contemplamos con impotencia y que ha arrastrado al propio JNE. Quienes son financiados para “fortalecer la democracia” [sic] han terminado perjudicándola, alterando la dinámica de una contienda en la que deberían debatirse propuestas y no interpretaciones legales. (Pero el figuretismo de los reformólogos puede más). Exigir ahora elecciones sin tachas es insignificante cuando de lo que se trata es de replantear las premisas de un shock institucional. Es momento de reconocer públicamente que la democracia interna de partidos es falaz y que el financiamiento partidario es una caja negra. La reforma política integral debe ser prioridad del próximo gobierno y –esperemos– sin la participación de los reformólogos que han dañado nuestra institucionalidad.