¿Quién da dos centavos por el futuro de los pueblitos y caseríos del Perú? Nos guste o no, el avance de la humanidad es darwiniano y los grandes se comen a los chicos. En costa, sierra y selva, miles de pequeños centros poblados estarían condenados al sopor y a la pobreza, sin opción para salir adelante más allá de volverse una pintoresca tarjeta postal. Uriel García escribió: “Cada pueblo es una cueva donde el hombre vive preso, en conformismo con su destino”. Para el campesino, escaparse no era trasladarse a una de esas cuevas sino a una verdadera ciudad, de preferencia Lima, como lo demostraron millones de campesinos durante el siglo pasado.
Pero este milenio ha traído una noticia sorpresiva: la ley de Darwin se habría anulado. Por lo menos eso sería una forma de explicar las nuevas estadísticas demográficas: desde hace una década en el Perú, la población que vive en pueblos aumenta en 3,1% al año, dos veces más rápido que la población de las ciudades. Sigue el éxodo del campo pero, más y más, los campesinos que migran se trasladan no a Lima u otra de las ciudades mayores del país sino a un pequeño centro poblado vecino.
Una explicación de esa sorpresa sería la mejora en el atractivo de la vida pueblerina. Veinte años atrás, el campesino que vivía alejado en algún cerro tenía la opción de trasladarse a la aldea más cercana, pero pocos lo hacían porque el costo de alejarse de su predio no era compensado por ventajas de la modernidad. El pueblo no le ofrecía luz eléctrica, posta médica, colegio secundario, teléfono, Internet, TV, ni camino que lo conectaría con alguna ciudad. Hoy, casi todos esos servicios han llegado a esos centros poblados. Además, se han construido trochas y han llegado vehículos que le permiten viajar rápidamente entre su lugar de residencia y sus tierras. Más y más el campesino se vuelve un “commuter”.
Una segunda explicación del dinamismo es aún más inesperada. El desarrollo que se observa en los pueblos no se limita a la demografía; se refleja también en la productividad laboral, y por lo tanto, en los ingresos. Para una población que depende de una variedad de negocios mayormente propios, y en los que participan varios miembros de la familia, la productividad se mide por el ingreso total que produce ese trabajo colectivo, sin incluir las posibles transferencias que recibe del Estado o de particulares. Ese ingreso por trabajo de la familia pueblerina viene aumentando durante los últimos once años a 4,3% anual, tasa extraordinaria que supera el aumento de 3,5% anual en Lima y de 4,0% en otras ciudades grandes. Como es de esperar, se trata de la productividad de pequeños negocios que además, en su mayor parte, son informales.
Irónicamente, el factor que quizás más ha impulsado el dinamismo de los pequeños centros poblados, la fuerte mejora en la conectividad, es precisamente el factor que viene frenando el anterior dinamismo de las ciudades, la descompostura de la conectividad interna de Lima y otras ciudades. En todo caso, de afianzarse el nuevo patrón de desarrollo, nuestro crecimiento será más equitativo y traerá beneficios de calidad de vida y de mayor aprovechamiento de la extraordinaria diversidad nacional.