"Como los átomos en una reacción química, aquello que evito ver en mi señal abierta no consigue desaparecer". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Como los átomos en una reacción química, aquello que evito ver en mi señal abierta no consigue desaparecer". (Ilustración: Giovanni Tazza)
Enrique Planas

El ruido allá afuera nos ha obligado a desprendernos de muchas cosas. En las últimas semanas, como parte de una silenciosa mayoría, el consumo de noticias televisadas en casa ha ido reduciéndose hasta alcanzar cuotas mínimas. La de mantenernos visualmente informados es una de las tradiciones que hemos perdido en tiempos en que pocos se animan a encarar a quien va armado de mentiras. Sin embargo, el principio de conservación de la masa o ley de Lavoisier, aquel que explica que nada se crea ni se destruye, sino que solo participa de una transformación permanente, también se aplica a la oferta. Así, un deportado televisivo que abandona la señal abierta puede recalar en territorios extraños: se emociona con los emocionalmente inseguros cocineros que compiten en las diferentes versiones de ‘Master Chef’; rodeado de mafiosos ordinarios asistimos a las subastas en depósitos abandonados en ‘¿Quién da más?’, o llegamos incluso a acostumbrarnos a los análisis internacionales desde un aburridísimo set de un poco carismático periodista alemán.

Sin embargo, es la señal de cable nipona el rincón más extrañamente cómodo al que me ha llevado mi dependencia televisiva. En una tarde cualquiera, en un programa concurso, una mujer corre a través del bosque para evitar que la alcance un dragón Komodo. A continuación, un hombre se arrastra sobre una aceitada hilera de muchachas en bikini intentando llegar a la meta marcando el menor tiempo. Poco después, dos inmensos hombres se trenzan en brutal forcejeo sobre un círculo de arena, y yo me concentro en el plástico estrépito de las carnes que chocan. Luego un narrador de noticias presenta un informe sobre lo que parece un rebrote de casos de infectados del virus global que haría peligrar la inauguración de las Olimpiadas. No alcanzamos a entender las palabras, pero el lenguaje televisivo es universal: el funcionario aparece en una rueda de prensa, rodeado de micrófonos sostenidos por reporteros obedientes. Hay insertos de las fachadas de estadios y de jóvenes atletas en intenso entrenamiento. Luego empieza un show de cámara escondida: un mensajero entra a un ascensor, el piso cede bajo sus pies y cae por un largo tobogán hasta dar contra una pared acolchada, paralizado de miedo frente a la tribuna que celebra. En otra secuencia, una muchacha espera en una sala por una entrevista de empleo. Se mira en el espejo, repasa su peinado y revisa su maquillaje. De pronto, una trampilla se abre sobre la mesa y al inclinarse curiosa para ver en su interior, se dispara un potingue blanco contra sus ojos. No puede verse su boca al gritar.

Como los átomos en una reacción química, aquello que evito ver en mi señal abierta no consigue desaparecer, tan solo se ordena de otra manera. Allí estamos de nuevo, arrastrándonos, forcejeando, infectados en caída libre. El grito que se hace rutina.