Si los cálculos no fallan, Recep Tayyip Erdogan está muy cerca de renovar su mandato en Turquía y ganar la segunda vuelta de este domingo. El hombre más poderoso de su país desde hace dos décadas, y que no duda en hacer tratos con rusos, chinos, estadounidenses y europeos, sabe que tiene la llave de las negociaciones en la geopolítica mundial.
Por eso, su casi segura reelección –y control total del Congreso– es tan importante y de ella están pendientes los ojos de todos los influyentes.
Turquía no es un país más. La eterna bisagra entre Europa y Asia fue la responsable de la conquista de Constantinopla y la caída del Imperio Bizantino en el siglo XV, gracias a Mehmet II, lo que permitió la expansión de los otomanos en los Balcanes, Europa del Este, Medio Oriente y el norte de África.
A inicios del siglo XX, tras la derrota del Imperio Otomano en la Primera Guerra Mundial, estuvieron a punto de ser reducidos a la mínima expresión ante la repartija de británicos y franceses. Pero los turcos renacieron como república de la mano de Atatürk, quien sentó las bases de lo que hoy es Turquía. Justamente, este 2023 se cumple el primer siglo de la fundación del país como una república democrática, secular, unitaria y constitucional.
Pero la Turquía de Erdogan –que además es miembro de la OTAN– se ha ido alejando de estos principios. Su autoritarismo, populismo, nacionalismo y copamiento de las instituciones y medios de comunicación ha ido de la mano de un islamismo cada vez más radical, factores que siguen preocupando a Occidente, por lo que no han dudado en ponerlo desde hace años en el mismo saco en el que están Putin en Rusia y Orbán en Hungría.
Sin embargo, suele ocurrir que, cuando se analiza la política exterior, se tiende a ver desde un prisma europeo o americano y de acuerdo a los intereses que promueven las grandes potencias.
Esto no exime de responsabilidad a Erdogan (ni a Putin, Orbán o Modi en la India), pero es importante entender el contexto en el que estos presidentes se manejan. Vivimos en tiempos en donde los extremismos marcan la pauta, en los que líderes carismáticos y populistas saben tocar los botones sensibles de la población, como el orgullo nacional y el rechazo al diferente (generalmente, un inmigrante devenido invasor).
En el caso de Turquía, la fibra nacionalista ha pesado mucho más para el elector que su alicaída economía, pues el país no levanta cabeza ante la devaluación de su moneda y la elevada inflación; o que la mala gestión evidenciada con la lentísima respuesta del gobierno tras el último terremoto que dejó nada menos que 50.000 muertos.