Ubiquémonos. El reglaje a políticos es un problema segmentario, elitista, artificial; a lo sumo, de burocrática sordidez, pues, al hacerlo, fácilmente se rebasa la tolerable lógica del espía (te vigilo para saber si conspiras contra mí) para caer en la repudiable intriga del corrupto (te encontré algo y te tengo de las pelotas).
Tenemos indicios de que el reglaje es intenso y amplio, que abarca desde opositores trejos como Alan García hasta correligionarios díscolos como Marisol Espinoza. De yapa, supimos del seguimiento a Jorge del Castillo, aunque ese caso raya en el espionaje industrial con fondos públicos. Pero, ojo, hasta ahora no hay evidencia de que algún reglaje haya servido para convertir a un reglado en víctima de una intriga.
Por eso, insisto, ese es un lío de blancos políticos; el drama nacional, la tensión en la calle, el sentir popular, no está en la agenda minera de ‘George’ ni en las ambiciones de la vicepresidenta Espinoza desde que hizo un cameo en “Los Simpson”. El problema es que crecemos a duras penas y con harta desigualdad y que lo poco que nos chorrea está amenazado por la inseguridad. El problema no es que unos políticos sean vigilados por el Estado, sino que la gente perciba que una conquista histórica como los derechos laborales pudiera ser relativizada por una ley de inciertos efectos a largo plazo; y que a Susana Villarán la encañonen y a la camioneta de Gastón Acurio le zampen un bujíazo, porque el crimen campea. Y que el responsable de la lucha contra el mal, Daniel Urresti, sea un bufón antipolítico, mantenido en su puesto para que distraiga a la gente e injurie a los opositores.
El gran fraude de los Humala es gobernar en función de su paranoia y no de su proyección política. Ni siquiera acumulan un legado ni forman cuadros ni construyen partido; se comportan como si el nacionalismo fuese a morir con ellos en el 2016. Han dejado que se les vaya Sergio Tejada, a quien colocaron como fiscalizador del gobierno pasado (‘megacomisión’ al agua) y han humillado a Ana Jara para dar cuerda a Urresti, que acabará disparándoles a los pies. En esta tonta crisis, generada por su terquedad en aprobar el prescindible régimen laboral de excepción; la pareja se despinta para fortalecer al Congreso, que decidió por ellos; a la oposición, que se acerca a la calle; y a los jóvenes, que han improvisado formas de organización bien lejos del nacionalismo. La desconfianza los arriesga a tomar decisiones autodestructivas.
Al debilitar su relación con el partido, los Humala han perdido contacto con los reclamos de la calle. Son más sensibles a cometer la barbaridad de apostar por una propuesta tecnocrática sin perspectiva política. Le hicieron más caso a los ministros Alonso Segura y a Piero Ghezzi, que a sus asesores políticos, si aún los tienen. Perdieron el equilibrio del buen gobernante, que aprueba la propuesta técnica mientras elabora la estrategia para que esta triunfe.
Pasar la papa caliente al Congreso fue una medida tímida, una rectificación a media caña, pero fue mejor que persistir en el error. Ahora falta un ‘shock’ de realismo político, para convencer a la terca pareja que Urresti no es el hombre para ellos ni para el país. Que Dios y la calle los iluminen.