Volvió a casa, separada del mundo por la tercera puerta sobre la derecha de una estrecha quinta. Al abrirla, se enfrentó a los mismos cuatro ambientes: recibidor, sala, dormitorio y cocina, que su novia hacía unas horas acababa de abandonar.
El vacío le resecaba la garganta.
Quiso buscar una gaseosa en el refrigerador, pero ya no quedaban botellas. Tampoco el aparato que solía enfriarlas. Pensó en servirse un vaso de agua, pero encontró vacía la gaveta sobre el grifo. Podría haber llamado por teléfono a la bodega para llenar la despensa, pero del aparato solo quedaba el cable conector, con los extremos pelados, con la forma de dos pequeños signos de interrogación. Su celular no tenía batería.
A ella no le había tomado mucho tiempo llevárselo casi todo. Fue una especie de Papá Noel al revés: en vez de dejar regalos, repletó su saco de objetos compartidos antes de irse.
Él repasa mentalmente las pérdidas. Se había llevado libros e incluso los cachivaches que adornaban su biblioteca: réplicas de bicicletas antiguas, pequeñas figuras de cerámica, la pistola con la que su bisabuelo peleó en la guerra. Le resulta insoportable mirar los anaqueles sin las figuras de acción dispuestas en rincones estratégicos, que protegían los volúmenes del peligro: Superman se apoyaba sobre el lomo de “La casa verde”, de Vargas Llosa; Batman vigilaba una antología de cuentos de Ribeyro; una Mujer Maravilla desplegaba su lazo mágico frente a la poesía completa de Blanca Varela. Le gustaba comparar el poder de persuasión literaria con los superpoderes de los héroes de historieta. Algunos son capaces de cargar el mundo sobre sus hombros; otros, más discretos, saben hacerse invisibles.
Del pillaje se había salvado solo un Ultra Siete traído para él desde el Japón como un regalo de Navidad. Lo conservaba en su caja original, sobre el anaquel. De no ser por las imágenes del superhéroe impresas y por su propia estampa protegida por una plancha de mica plástica, podría confundirse con un empaque de sopa ramen. La pieza replicaba exactamente su traje rojo de aplicaciones metálicas, su máscara luminosa, su afilada y letal guillotina que, lanzada desde su cabeza, degollaba a cualquier monstruo espacial. Cuando niño, él no se daba cuenta de su violencia ni de su crueldad. Solo admiraba cómo Dan Moroboshi se convertía en Ultra Siete para salvar a Tokio de toda criatura que coleteara entre los rascacielos.
Dicen que a través de la admiración por los héroes, el adolescente desarrolla su personalidad. Por el contrario, en ese momento, ese hombre solo cree que podría seguir sintiéndose joven mientras tuviera héroes a los que venerar. Esa tarde, horas antes de Navidad, la imagen de aquel héroe sobreviviente lo anima a elevar los pies del suelo.