La niñez no es la etapa más feliz de la vida. Tal vez debiera serlo, pero, seamos sinceros, estamos abocados a asegurar a los más pequeños salud, educación, seguridad. Nos esforzamos por protegerlos, pero no sé si estamos igual de preocupados para proporcionarles espacios de felicidad. Y no, no me refiero a esa suerte de falsa gratificación que viene en forma de cajita de hamburguesas o de juguete chino. Tampoco a las dos horas del fin de semana que dedicamos para encerrarnos(los) en una sala llena de juegos estridentes. No, esos no son espacios de felicidad. Esas son estrategias para pasar un buen rato, para entretener a los chicos. No están mal. Tampoco se trata de satanizarlas, pero no me imagino a ningún adulto, envuelto en una situación de angustia, transportando su cerebro a una sala de pinball para encontrar paz.
Y es que hay momentos en nuestra vida en que necesitamos mirar atrás. No porque creamos que todo tiempo pasado fue mejor. Si no porque sabemos que, a pesar de los “coches-bomba”, de los paquetazos, y de los uniformes escolares color rata, siempre encontraremos un espacio que lo significó todo en nuestra niñez. Que llenó nuestros días de ilusión, de fortaleza. Todos tenemos, en las tardes en la casa de la abuela, en las pichangas con la mancha del barrio, en los ensayos con el grupo de rock del colegio, en los viajes con toda la familia, algo que funcionó. Algo que se convirtió en esa reserva de felicidad que más adelante nos ayudaría de una manera extraña a enfrentar las noticias más tristes, las realidades más duras.
¿No les ha pasado? A veces basta un olor familiar. El sabor de un plato de comida. La voz de una tía que no ves hace décadas o una simple foto para viajar a ese paraíso mental que uno siempre cree perdido. Hace unos días, mi amigo de la infancia Gustavo Roda publicó en su Facebook una foto en la que salía disfrazado con su hermana y unos amiguitos para los carnavales de Ancón. Típica imagen: las niñas con pareo, los niños con pantaloncito blanco, todos hartos de tanta cosa y mirando para el lado equivocado. Y de pronto esa imagen tan familiar y tan lejana me llevó como por un tubo al balneario ese de ancho malecón en blanco y negro. Me transportó a esa infancia con olor a sal en el que los zapatos eran siempre un estorbo. A ese universo en el que una carrera en bicicleta por la bajadita del casino era lo más importante de la vida. En el que todos los días a la misma hora nos sentábamos ansiosísimos a esperar en la arena a que apareciera el viejo Agustín con sus barquillos.
Sí. Ancón es esa reserva de felicidad a la que se va corriendo mi cabeza para calmar alguna angustia. Ese espacio donde lo más importante era jugar y seguir jugando, donde mamá no fregaba mucho (salvo que estuviéramos a la hora de las comidas), donde en los meses de verano los niños éramos dueños del mundo.
Hoy me da la impresión de que atarantamos a los niños con tareas (¡¡¡por qué les mandan tanta tarea!!!), los metemos a clases de taekwondo para que se disciplinen, de yoga para que se calmen, de clown para que se suelten. Les compramos el doble de juguetes y golosinas y gaseosas; y sin embargo, nos olvidamos de algo más simple. Demasiado simple: la felicidad de un niño, esa que dura para siempre, suele venir en forma de libertad, de aire fresco, de espacio para jugar con un short enano, un polo con hueco y un par de pies descalzos.