Carlos Adrianzén

Lentamente, y con alguna razón progresista, la actual administración ha incrementado drásticamente el peso regulatorio estatal. Esto no es algo marginal. Este tránsito silente nos pasará previsiblemente factura a todos los peruanos. 

Un buen punto de partida para desmenuzar la materia es descubrir lo que implican los vocablos ‘regulación’ y ‘autorregulación’. El primer vocablo, ‘regulación’, es solo una etiqueta amistosa (y de apariencia técnica) para la intervención estatal sobre un mercado. Insisto, la regulación y la intervención estatal son la misma cosa. Aquí, sin embargo, la razón para esconderse detrás de una etiqueta nueva resulta comprensible. ‘Intervención estatal’ (vía licencias, controles de precios, barreras de entrada, acreditaciones, cuotas, etc.) ha sido por décadas sinónimo de ‘fracaso’, ‘arbitrariedad’ y ‘corrupción’. 

Pese a ello, los abogados y vendedores de la intervención estatal saben que, al lado de la desconfianza adquirida, la gente busca que los gobernantes intervengan cuando no desea esperar que el mercado solucione un problema; o cuando quiere un precio barato por decreto o una calidad o servicio por el que no desean pagar. 

Problemas administrativos afuera, sobre la regulación los economistas sabemos tres cosas: es muy difícil regular bien (no caer en opciones que favorezcan a determinados grupos, que generen colas u otras contraindicaciones); la práctica regulatoria es adictiva y tiende a escalarse (una regulación implica la necesidad de otra para supuestamente corregir sus efectos negativos); y, a mayores regulaciones, tendremos menor crecimiento económico (más pobreza e ineficiencia). Por esto, la regulación debe ser puntual, implacablemente aplicada y liviana. La desgracia económica de Argentina o Venezuela grafica el olvido de esta realidad. Y el resultado implacable es la corrupción con postración económica.

¿Y la autorregulación o, lo que sería lo mismo, la autointervención estatal? Aunque por sí mismo el concepto resultaría algo ilógico y hasta ridículo –eso de anticipar que los privados intervengan en los mercados en que operan (aplicando las reglas del gobierno)– algunos nos refieren a esta como la capacidad propia del mercado para encontrar su propio equilibrio. La más bienintencionada de las traducciones posibles para tamaña palabrería la acercan tener a reglas generales y poco específicas. Es curioso –y hasta sugestivo– descubrir cómo a abrumadores fracasos regulatorios de estos tiempos (en mercados donde abundan los reguladores que incumplen sus responsabilidades) se les quiere etiquetar como cuadros de autorregulación disfuncionales.

Hoy la economía peruana enfrenta un pesado reto, pocas veces discutido. Tal como planteamos al inicio, el peso regulatorio estatal sobre la economía peruana está escalando a un ritmo desproporcionado. Así, las administradoras privadas de fondos de pensiones se hacen cada día más impopulares y pierden rentabilidad con un marco regulatorio pesado e irracional. El precio local del dólar se controla rígidamente, aunque se contraen los influjos de divisas por comercio e inversiones. Para financiar el accidentado megaproyecto del gasoducto sur peruano, se inventan rentabilidades privadas, vía la regulación. Y lo que es peor, se habla de elevar el peso regulatorio estatal –a modo de maravilla curativa– hacia muchos otros ámbitos.

Discretamente estamos abandonando el camino del libre mercado y optando por la intervención estatal. Pronto descubriremos que mayores regulaciones no resuelven nada y que también previsiblemente habremos caído a una fase de menor crecimiento y mayor corrupción.