Hace poco se conmemoraron los 30 años de la vigencia de la Constitución de 1993. Más allá del debate y las pasiones que siempre arrastra, la realidad dicta un par de evidencias: se consagró una institución que viene permitiendo una de las etapas de sucesión y alternancia democráticas más largas de nuestra historia republicana y, simultáneamente, sentó las bases para una de las más prolongadas etapas de estabilidad y crecimiento económico.
Pese a lo anterior, me ubico entre los que piensan que el sistema de representación política ha entrado en fase de crisis irreversible y ha debido suponer (hace años) una reforma constitucional, sistemáticamente bloqueada por la cartelización de los intereses políticos y de grupo (varios de ellos asociados a actividades criminales y a la corrupción).
De otro lado, en lo económico, la Carta Magna del 93 ha sido decisiva e imprescindible. Pero como en el Perú nos hemos vuelto expertos en dispararnos a los pies, el mercantilismo, el populismo y la corrupción no cesan en su esfuerzo por vulnerar aquello que sí funciona, como es el caso de las normas constitucionales que allanan el camino para permitir que la inversión privada, principal motor del desarrollo, se active –en la medida de lo posible– en un entorno de seguridad jurídica y predictibilidad.
Lo que acaba de suceder con la decisión del Séptimo Juzgado Civil de Lima, interfiriendo inconstitucionalmente y sin la competencia del caso, en el contrato entre Rutas de Lima y la Municipalidad de Lima para suspender el cobro de peajes es un ejemplo de lo dicho.
La Constitución del 93, en su artículo 62, fijó la invalidez de interferir o alterar los contratos vía ley u otros mecanismos para evitar, precisamente, que la politización o intereses distintos de quienes pactaron afecten los propósitos y la operatividad de los acuerdos. Por esa misma razón, en su momento, se crearon convenios de estabilidad tributaria. Por esa misma razón es que contratos de diversa índole, así como incluyen cláusulas anticorrupción, se remiten a la vía arbitral para dirimir conflictos y evitar los tribunales ordinarios, reduciendo el riesgo de sobornos o falta de conocimiento o especialidad en rubros económicos, financieros, tecnológicos o de alta especialidad.
Estamos en el siglo XXI. Toda inversión, mientras no tenga los riesgos acotados, se alejará y se afincará ahí donde estos guarden proporción con el capital involucrado. ¿Seguimos sin aprender la lección?