Mi tío tenía una lavandería. Necesitado de dinero, le pedí trabajo para atender tras el mostrador. Yo tenía 15 años entonces. Temprano, llegaban al local los empleados: las lavanderas intercambiaban risas, el responsable de la plancha de vapor no cruzaba palabra con la señora de los despachos. Luego llegaba él, con un manojo de llaves que cascabeleaban en su mano. Ver a mi tío quitar con dificultad los candados era la rutina del inicio de jornada: desarmaba los topes, abría la estrecha puerta y entraba encorvándose, cuidando de no golpearse la cabeza. Segundos después, como un escuálido Hércules de una Lima ochentera, estiraba los brazos por sobre su calva para plegar la reja mientras su mecanismo gemía con un oxidado “traca-traca-traca”. Luego lo veíamos sacar paneles publicitarios y asegurarlos con macetas colocadas sobre sus bases como contrapeso. El barrido de la acera se lo dejaba a alguna de las lavanderas, porque el final de su ceremonia de apertura constituía su caminar directo hacia la oficina del fondo, atravesando un pasadizo flanqueado de apelmazadas prendas por lavar.
Han pasado 35 años de aquel primer trabajo y ahora entiendo que de allí proviene mi burocrática forma de empezar el día con una exacta rutina: dejo a mi hija en el colegio, desando las tres cuadras que me separan de casa y, al volver, enciendo la computadora que repite los metálicos retortijones de la reja de fierro de mi recordada lavandería. Preparar el café me toma el tiempo que demora en cargar. Luego me siento frente a la máquina y juego a escribir presionando botones, aunque ciertamente solo redacte notas que olvidaré antes de que sean publicadas. Como si fuera el inicio del ciclo de una enorme lavadora industrial, el texto que se va generando tiene la consistencia de ropa que da vueltas en el tambor, que cae siempre en el mismo sitio.
Entonces, me detengo. Reviso las palabras lavadas, pienso si debería estrujarlas o las centrifugo para acabar más rápido. En este día gris, lo que tenía pensado escribir sobre los funerales de una reina británica, el fallecido escritor español que no alcanzó el Premio Nobel de Literatura, el suicidio asistido de un cineasta francés o aquel músico argentino también muerto al que no escucho hace 20 años, ha adquirido la contextura de la ropa mojada y su húmedo tufillo. Todo es un revoltijo de repeticiones, sumergidas en un fluido de opiniones versadas en el mismo tema. Quizás sea el aburrimiento propio del trabajo remoto o la simple espera por la primavera, pero me hace falta el sol que recaliente la obsesión por encontrar un tema nuevo, el interés por comprender las cosas, por desmontarlas y explicarlas en una historia bien contada. En fin, afanes que, en un instante brillante, se imponen a nuestras rutinas.