¿Por qué sonríen los padres?, por Rolando Arellano
¿Por qué sonríen los padres?, por Rolando Arellano
Rolando Arellano C.

¿Por qué ante el inicio de clases los padres peruanos y latinoamericanos se preocupan más que los de los países desarrollados? Sin duda porque le dedican un porcentaje mayor de su presupuesto familiar. ¿Y por qué a pesar de ello, también sonríen? Porque la educación de los hijos tiene más repercusiones aquí que en los países con menores cambios sociales. 

En efecto, los latinoamericanos pagamos más por la educación de nuestros hijos porque, a diferencia de los países con educación pública de calidad, aquí la situación es más precaria. Por ello el pobre tiene que esforzarse más para comprar el uniforme y los útiles a sus hijos, y el menos pobre para pagar un colegio privado, supuestamente de mejor calidad de enseñanza. 

Pero dado tanto esfuerzo, ¿no sería más simple no enviar a los niños al colegio? No, porque aquí la educación, más que solo apoyar una mejora económica, es una herramienta para incrementar la calidad de vida y la inserción social de las familias.

Ciertamente, el educarlos da a los hijos más posibilidades de mejora económica, pero también es cierto que su falta no impidió a los padres salir de la pobreza y crecer, como ha sido el caso de casi la mitad de la población peruana migrante en los últimos 30 años. Sin embargo, esos padres de la nueva clase media mayoritaria saben que sus logros se debieron a muchas horas de trabajo físico que no desean que repitan sus hijos. Así, el comerciante de pescado que siete días por semana se levanta a las 3 de la mañana y trabaja hasta el fin de la tarde espera que la educación saque a su hijo del puesto del mercado y lo lleve a una oficina con horarios razonables.

Pero más importante aun, la educación es vista como un medio para ayudar a los hijos a lograr el reconocimiento social que ellos no tienen. Si millones de migrantes pueden preciarse de haber logrado un relativo éxito económico (pues tienen casa, taller e ingresos razonables), saben que eso no les da la aceptación de la sociedad donde se asentaron. Y como en esa sociedad uno de los criterios tradicionales de prestigio es el que dan los títulos universitarios, no dudan en esforzarse para que sus hijos sean abogados, ingenieros, médicos, etc. 

En síntesis, más allá de la estabilidad y mejora económica que es el objetivo central de la educación en sociedades más establecidas, en nuestros países constituye una herencia mucho más grande a dejar a sus descendientes: una vida más cómoda y un mayor reconocimiento social que el que ellos tuvieron. Y por eso, a pesar de la presión económica que implica pagar por la matrícula, los uniformes y los útiles, los padres sonríen cuando sus hijos van a comenzar a ir a clases.