Tecnocracia y corrupción, por Carlos Meléndez
Tecnocracia y corrupción, por Carlos Meléndez
Carlos Meléndez

Para entender casos de corrupción como el de Carlos Moreno, debemos comprender el tipo de tecnocracia que gobierna al Perú. Dicha tecnocracia se articula en torno a convicciones ideológicas fundadas en las reformas de ajuste y carece de proyecto político –lo que le permite fluir sin reparo de una administración a otra–. Estas características sostienen un sentido común predominantemente individualista y antiestatal, que legitima un sistema de reclutamiento de funcionarios públicos sujeto a relaciones informales. 

Sin partido ni confianza en la carrera burocrática, los vínculos personales se imponen como criterio de selección de técnicos de alto nivel. En una sociedad clasista como la limeña –el pepekausismo es su summum político– priman las relaciones personales en el alistamiento. Si es desconocido, es malo; si es sobrino de fulanito, es bueno. La lógica del ‘head hunter’ es: primero encuentro a la persona y luego lo acomodo al cargo público. Así, “mi amigo del squash” llegó a ministro, “mi causa del surf” a asesor ministerial y “mi médico gastroenterólogo” a ‘consiglieri’ de Palacio. No se engañe, nuestra élite tecnocrática es premoderna y antiinstitucionalista: teme a las relaciones impersonales, adora su comarca sanisidrina. 

Fíjese usted cuántos cargos públicos se han concursado con los términos de referencia a la talla del “recomendado”; cuántos funcionarios novatos con carreras públicas meteóricas, generosamente remunerados. Tampoco se trata de confianza meritocrática, pues más importante que la experiencia es la familiaridad, la seguridad originada en el círculo social de pertenencia. El problema de fondo de esta lógica patrimonialista –la legitimación de vínculos personales como criterio de nombramiento de decisores– favorece el lobby y la corrupción. 

El modelo “gobierno tecnocrático sin proyecto político” condiciona “faenones” y “negociazos”. No estamos ante camarillas mafiosas –esquema corruptor durante el fujimorismo–, sino ante círculos informales que abrazan las esferas de poder, aprovechando las “relaciones de confianza”. La “traición” a dicha confianza suele tamizarse con “agradecimientos a los servicios prestados” mientras ocurra tras bambalinas; solo cuando alcanza el escándalo se sanciona con intención ejemplarizante. Es que dentro de esta visión de la gestión pública, “un poco de corrupción no importa” (sic). 

El tecnócrata al volante carece de incentivos para frenar este tipo de corrupción. Alejado de la aspiración colectiva y huérfano de causa política, solo procura que las faltas y delitos de la administración a la que pertenece no manchen su CV. Frecuentemente proveniente del sector privado, no se percibe como funcionario público ni se proyecta como tal. No tiene pretensiones de pasar a la historia sino de escalar a una multilateral. (Vaya, siquiera es simpatizante de Peruanos por el Kambio). Ignora que el Estado es –sobre todo– un instrumento de dominación –no solo esa burocracia que detesta– con poderes informales enquistados que le desbordan.

En este sentido, establecer filtros fiscalizadores es hacerle cosquillas al monstruo. La imagen de desorden, improvisación y lentitud del gobierno se ajusta a un estilo de dirección y reclutamiento de funcionarios que perpetúa la corrupción que prometió erradicar.