"Considerando la incredulidad del presidente en los sondeos y sin pretensiones reeleccionistas, es presumible su desdén por su impopularidad". (Foto: Reuters/El Comercio)
"Considerando la incredulidad del presidente en los sondeos y sin pretensiones reeleccionistas, es presumible su desdén por su impopularidad". (Foto: Reuters/El Comercio)
Carlos Meléndez

Durante un año ha lucido la banda presidencial verdeamarela, investida tras el ‘impeachment’ a su antecesora Dilma Rousseff. Difícilmente hubiese llegado a Palacio de Planalto de otro modo. Su pálido carisma y torpeza mediática lo condicionan como un político impopular, el “presidente del 9%”, como lo ha bautizado la prensa brasileña (o del 7% o 5%, según la encuesta de turno). Además, la crisis de gobernabilidad –agudizada por casos de megacorrupción– auguraba los peores pronósticos porque, precisamente, involucraba directamente al presidente interino. Una delación del empresario Joesley Batista –grabación incluida– lo acusa irrefutablemente: “Temer siempre fue muy directo, pedía dinero…”. Para un político monosilábico, ni siquiera la palabra “propina” estaba en su glosario: “…preciso de 3 millones, de 300 mil para un negocio de campaña”.

¿Qué hace un presidente provisional, sin el apoyo de las masas y acusado de corrupción? Temer apostó por una “huida hacia delante” e hizo de su impopularidad una virtud. Emprendió un paquete de reformas socialmente costosas –laboral, previsional y privatizadora– que se burla de sus nimios niveles de respaldo. Ya abajo en las encuestas, ¿qué más podría pasar? No contento con enfrentarse a los intereses de la clase trabajadora y los sectores estatistas, sumó a los ambientalistas entre sus detractores. Acaba de plantear la liberación de un área protegida de la Amazonía para la explotación minera, con “el objetivo de reactivar la economía”. Su justificación es: si mineros informales e ilegales ya aprovechan la zona, ¿por qué no la minería formal? (Cualquier parecido con la realidad peruana no es mera coincidencia ideológica).

Odiado por las masas petistas (seguidores del PT) y antipetistas, Temer engríe a las élites empresariales. De hecho, la aplanadora de sus medidas pro mercado ha favorecido dichos intereses. Su gestión puede jactarse de haber sacado a Brasil de una situación de recesión que se prolongó por dos años. Este resultado le ha permitido legitimarse ante los poderes fácticos económicos. Desde esa posición plantea coaliciones y acuerdos con colegas parlamentarios, para impedir que las investigaciones del Tribunal Supremo de Justicia lo derroquen. Temer asumió su impopularidad como un activo político favorable para arriesgar reformas que otro presidente, obnubilado por las encuestas, no se hubiese atrevido a hacer. ¿Cuán extrapolable es esa estrategia a la realidad peruana?

La última encuesta de GfK registra una caída en la aprobación presidencial del 31 al 19%. A poco más de un año de su investidura, parece consolidarse como administrador permanente de crisis sin solución. De tal forma, ha declarado no creer en estas cifras porque “no ve razones” para explicar el desplome (¿qué Waze lo guía del Golf a Palacio de Gobierno sin percatarse de la magnitud de la protesta magisterial?). Considerando la incredulidad del presidente en los sondeos y sin pretensiones reeleccionistas, es presumible su desdén por su impopularidad. Siendo así, bien podría replicar la táctica reformista de su homólogo brasileño –tan tecnócrata y pragmático programáticamente como él–, arriesgándose a corroborar que los índices de aprobación están ‘overrated’ como termómetro de la gobernabilidad. Bien podría no tener algo de/que Temer.