El parque Neptuno, donde se hará la remodelación, se encuentra al frente del Parque de la Exposición. (Foto: Google Maps)
El parque Neptuno, donde se hará la remodelación, se encuentra al frente del Parque de la Exposición. (Foto: Google Maps)
Carlos Meléndez

Quizás haya notado que algunas comisarías refugian sus entradas principales con bloques de concreto, casi barricadas en ciertos casos. Este detalle arquitectónico, frecuentemente inadvertido, es un legado de la confrontación con el . Una especialista en la materia me apercibe de la insuficiente problematización de las víctimas policiales y militares en determinados discursos de “memoria histórica”. A diferencia de las experiencias dictatoriales del “Cono Sur” (Chile y Argentina, por ejemplo), de gran influencia intelectual entre nuestros especialistas, en el caso peruano los integrantes de las instituciones armadas no fueron los promotores de la violencia y engrosaron las cifras de víctimas.

En la pirámide social peruana, los damnificados castrenses comparten el perfil marginal de las bases. Un policía de La Huayrona haciendo patrullaje en dicho sector de San Juan de Lurigancho o reservistas del Ejército recorriendo zonas de emergencia en las alturas andinas tenían alta probabilidad de ser sorprendidos mortalmente por un coche-bomba o incursión terrorista. Aunque integrantes de una institución estatal tutelar, sus relatos, mártires y héroes anónimos han pasado a un lugar subordinado en las prioridades de la “memoria histórica”.

Precisamente, la Alameda de la Reconciliación –anunciada por el presidente del Congreso, – tendría como objetivo mostrar a los integrantes de las instituciones castrenses víctimas de las agrupaciones terroristas. Dicho anuncio, sin embargo, se ha leído como un “esfuerzo negacionista” por “adulterar la historia”. Así como en su momento grupos reaccionarios criticaron el Informe Final de la CVR sin haberlo leído, hoy, ciertos “progresistas” consideran el memorial propuesto por el legislador fujimorista como un ejercicio de “anti-memoria” (sic). Las pugnas políticas mezquinas –la polarización entre fujimoristas y antifujimoristas– no deberían obstaculizar iniciativas conmemorativas de nuestro pasado reciente, especialmente aquellas que privilegian la visibilización de los agredidos, sean civiles o militares.

El país necesita muchos más memoriales que los existentes. Chile –país tan mentado en este debate– ostenta decenas, ninguno de los cuales “compite” con el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Si bien cada uno le imprime su propia arista alegórica –desde los sindicatos, el pueblo mapuche, la infancia, etc.–, todos comparten un principio valórico fundamental: la ética de justicia y restauración hacia las víctimas (del terrorismo, en el caso peruano). Aunque este ha de ser el principio ulterior de la “historia oficial” del período 1980-2000, no es un asunto resuelto en el país. Nuestra “memoria histórica” termina siendo objeto de representaciones monopolizadoras que obedecen a ciertos intereses políticos. Con frecuencia se emplea para atacar políticamente al rival, y no siempre como clamor de justicia.

Como política estatal, la memoria histórica debe erigirse por sobre toda polarización coyuntural. Entendida como ejercicio pedagógico, tardará décadas y generaciones en cristalizar. Implica un proceso social de aculturación que debería mantenerse ajeno a disputas electorales. En ese sentido, un centro de conmemoración de la víctimas militares suma a lo expuesto en el . Porque el principal enemigo para no repetir el doloroso pasado no es el oponente político, sino la ignorancia de las mayorías.