El sábado pasado me tocó, por trabajo, estar en Madrid. Mientras caminaba bajo su noche soleada veía entrando y saliendo de las estaciones del metro a cientos de hinchas del , que se agrupaban felices camino al estadio Santiago Bernabéu. Esa noche su equipo iba a enfrentar al Celta de Vigo, del peruano Renato Tapia, y no iba romper ni los pronósticos ni las probabilidades: sería victoria 2 a 0 con goles de Asensio y Militao.

Lo curioso es que justo el día anterior, también en Madrid, me había tocado a mí hacer de hincha, para ver a distancia el contra Goiás. Se jugó el jueves en la noche en Lima, pero fue viernes en la madrugada en España, huso horario mediante. Hubo que programar la alarma a minutos de las 4 de la mañana y buscar alguna señal más o menos estable desde donde ver el partido. Hubo también que sufrir los pases errados, los fallos defensivos, los dos goles como dagas del cuadro brasileño; y luego persistir hasta el final, como cualquier hincha que se precie, para disfrutar los goles tardíos que nos permitieron salvar un 2-2. Y hubo que contener los gritos para no molestar a los demás huéspedes del hotel, ni enterados de que había fútbol a esa hora.

Por eso es que cuando miraba a los hinchas del Real Madrid con sus camisetas de Benzema, Vinicius y Modric, con sus 35 títulos de la Liga Española y sus 14 Champions, con sus millones de euros de valor, pensaba en lo aburrido que debe de ser tanta gloria asegurada. Porque el fútbol no es eso, disculpen. Es lindo ganar y ser campeones, por supuesto, pero qué plano que se hace el juego cuando pierde sus oscilaciones emocionales. El británico Nick Hornby decía en su libro “Fiebre en las gradas” que “el estado natural del hincha es de una amarga desilusión”, y el argentino Roberto Fontanarrosa –otro escritor futbolero–, cuando hablaba sobre el terco masoquismo de quien ve perder a su club, se excusaba: “Será el romanticismo, que envuelve en una gasa tenue todas las derrotas”.

Esa es la razón por la que prefiero a ese otro equipo, al otro merengue, sumido en su crisis y plagado de contrariedades: el más campeón del país y el que arrastra ya 10 años sin levantar una copa; el que no conoce de títulos internacionales y el que puede ufanarse de que jamás descendió. Prefiero la mística del ‘underdog’, la del que aspira algún día alcanzar una excepcional gesta; y prefiero también la garra al avasallamiento, esa particularidad que nos lleva a celebrar un empate con más ahínco que una victoria de rutina.

Hinchar por el Real Madrid es fácil. Pero qué difícil y lindo es ser de la U.

Juan Carlos Fangacio Arakaki es subeditor de Luces

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