(Foto: El Comercio)
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Carlos Meléndez

Por estas calles limeñas, un acento extranjero se hace notar. Miles de venezolanos han encontrado en el Perú un destino amable, en el papel, para escapar de la crisis que ha inundado de miseria y dolor al país petrolero. El gobierno del presidente Kuczynski ha demostrado solidaridad al normar regulaciones que favorecen la acogida y la inclusión laboral de estos inmigrantes. Sin embargo, un sector de la sociedad peruana no ha acompañado esta bienvenida.

Mucha tinta de indignación se ha derramado por el rechazo a los venezolanos. “Todos tenemos un familiar en el extranjero” o “somos un país de migrantes”, se repite con insistencia. Como si las “sociedades de inmigrantes” –vean Estados Unidos– fuesen inmunes a discursos xenófobos. Falta, sin embargo, comprender las razones de esta tensión social, es decir, sus bases sociológicas. Fernando Vivas ha esbozado una explicación racial –los venezolanos son percibidos “más blancos” que los peruanos, lo que se aprecia en nuestro mercado laboral de servicios–, pero –curiosamente– se queda en la epidermis del problema.

Para empezar, dejémonos de dramatismo. La reacción negativa de un sector de peruanos frente a la inmigración venezolana es –lamentablemente– esperable. La historia está llena de episodios similares. Lo he visto de ecuatorianos con cubanos y de chilenos con colombianos. No somos, pues, mucho más xenófobos que el promedio latinoamericano. Hay razones económicas de por medio, muy fáciles de divisar. En sociedades tan informales como la peruana –o en segmentos informalizados dentro de un país “institucionalizado” como Chile–, el ingreso intempestivo de una fuerza laboral con iguales o mejores habilidades es percibido como amenaza por los grupos más vulnerables (inmigrantes previos, nacionales de bajos ingresos). En nuestro liberalismo chicha, el “todos contra todos” lleva los parámetros morales o políticamente correctos (“acoger a un extranjero desvalido”) a un segundo orden.

Somos testigos de la globalización de la marginalidad. La migración sur-sur enfrenta a dos marginalidades: la del extranjero que busca mejor porvenir, contra la local, desprotegida por su Estado. Este choque enfrenta los valores de inmigrantes proclives al riesgo con valores reaccionarios de los nacionales receptores (la desconfianza interpersonal, el rechazo al forastero, el sexismo, el nacionalismo). A largo plazo, empero, esta experiencia puede ser positiva para una sociedad “parroquial” como la peruana, si las tensiones se procesan por el lado de la adaptación.

Cierta opinología ha actuado de manera contraproducente, al juzgar este rechazo antes que entenderlo. De hecho, se lo emplea como otro instrumento de discriminación clasista al estigmatizar –consciente o inconscientemente– como “ignorantes” o “insolidarios” a los adversos a la incorporación de extranjeros. Por otro lado, tales opiniones también evidencian inconsistencias de las élites. Así, los “progresistas” que acogen a venezolanos no son tan proactivos con migrantes transoceánicos (ni una sola palabra sobre el racismo contra el ciudadano chino, propietario emergente de un chifa, calumniado por “cocinar con carne de perro”). Esto se reproduce a nivel de políticas públicas, lo cual puede derivar en un “liberalismo populista” en materia de inmigración (venezolano bienvenido, chino discriminado), como han detectado Diego Acosta y Luisa Freier en Argentina, Brasil y Ecuador, en uno de los pocos estudios disponibles sobre inmigración sur-sur en Sudamérica.

En la actualidad, el autor no realiza ninguna consultoría a partido político, empresa privada o institución estatal en el Perú.