La polarización del conflicto palestino-israelí ha permeado cada rincón del mundo, incluyendo al Perú. En un contexto en el que las redes sociales han convertido la indignación en parte esencial de la identidad política, la simplificación y la falta de evaluación rigurosa se han convertido en norma. Hay incentivos poderosos para reaccionar más rápido e indignarse más fuerte –esto no es novedad–. Un estudio de la Universidad de Nueva York reveló que en X (antes Twitter) los mensajes con contenido moral/emocional tienen mayores probabilidades de viralizarse.
Lo que no deja de sorprenderme es que un tema tan sensible como la guerra –que debería motivarnos a ser meticulosos al expresar una opinión– en realidad multiplica el discurso moralista e incendiario. Pones tu hilo indignado en redes, obtienes validación de todos aquellos que piensan como tú, y luego te felicitas a ti mismo por estar del lado correcto de la historia. Pero no has logrado nada. Sucede que nadie quiere la verdad. Lo único que se quiere es la versión de la verdad que funciona como sesgo de confirmación para la narrativa de la propia tribu.
Todo esto es de esperarse de quienes están vinculados emocionalmente al conflicto, obviamente. Sin embargo, en los últimos días he visto a académicos que respetaba, a periodistas y a líderes de opinión incurrir en el mismo patrón. Esto hace que las voces de aquellos periodistas y medios que sí llevan a cabo investigaciones rigurosas se ahoguen en el ruido. Gana la desinformación, mientras las voces de la razón se pierden en el caos. Lamentablemente, la desinformación nutre el odio que se visibiliza en el antisemitismo y la islamofobia.
Hace unos días, un misil impactó las instalaciones de un hospital en Gaza. Muchos medios de comunicación informaron automáticamente que había sido Israel. Después de unas horas surgieron otras versiones indicando que el misil podría no haber venido de Israel, sino de la propia Gaza. ¿Dónde quedó la evaluación minuciosa y el periodismo de investigación serio? La prensa, frente a la presión económica de informar a toda velocidad, está abdicando de su obligación tutelar de proteger el rigor de la información.
Resulta que, cuando estamos moralmente convencidos de algo, se hace más difícil que estemos dispuestos a escuchar a quien piensa distinto. De pronto todos en X se saben expertos en historia y en tácticas de guerra. Todos parecen sentirse dueños de la verdad sobre un conflicto que ocurre a miles de kilómetros de casa. Una situación con infinitos matices de gris se reduce a blanco y negro. O estás con ellos o estás con nosotros. Un bando es bueno; el otro es malo.
Cuando países, instituciones, medios y académicos repiten narrativas sesgadas y simplificadas al punto de la infantilización, ¿en quién demonios se puede confiar?