La vida después del WhatsApp, por Patricia del Río
La vida después del WhatsApp, por Patricia del Río
Patricia del Río

Pocas cosas han transformado tanto nuestra vida como los teléfonos inteligentes. Tenemos, en nuestras manos, la posibilidad de escuchar música, poner ‘likes’ en , hacer fotos, consultar cuál es la ruta más rápida para llegar al trabajo, revisar nuestra agenda, programar alarmas, jugar solitario, buscar una receta de panqueques y, sobre todo, mandar mensajes de texto o de voz a una o varias personas al mismo tiempo. Un mundo de posibilidades que nos permiten solucionar casi todos nuestros problemas, pero que al mismo tiempo no nos dejan ignorarlos. 

Eso desarrolla una relación toxicodependiente con nuestros celulares. No podemos vivir sin ellos, y la vida con ellos se está volviendo imposible. De las herramientas que nos esclavizan y a la vez nos resuelven la vida, el es la más querida y la más invasiva. Gracias a ella, no solo nos comunicamos a bajísimo costo, sino que podemos hacer grupos de interés y coordinar con varias personas a la vez. Por ejemplo, actualmente formo parte de varios grupos activos: el de mi familia está conformado por mis hermanos y mi mamá (mi pobre padre no juega porque la tecnología no es lo suyo). Ahí coordinamos el lonche del domingo, mi madre nos grita que le contestemos sus mails, mi hermano Rafael cuenta chistes (casi todos sobre pedos) y todos le hacemos ‘’ a Gonzalo, el menor. O sea, básicamente hemos trasladado nuestra dinámica familiar de los 80 a un espacio virtual. Creo que este exceso de interacción es un poco inútil pero suele ser siempre genial.

En el grupo de mi promoción del colegio me entero del último lonche que me perdí (que siempre viene acompañado de fotitos), Karin nos cuenta que se muda, Paulina confiesa que se va a la India a estudiar Yoga, María Luisa nos avisa que el papá de Rosario ha fallecido. Las que están en Lima la acompañan, las que estamos fuera rezamos por su familia. Nunca hemos estado más conectadas. Nunca he sentido tanta nostalgia.

Está mi grupo de trabajo, en el que los bips arrancan a las 4 a.m. con mensajes tan variados como los de Ivonne, la productora, arreándonos con su habitual “Despiértense que salimos al aire a las 5 y 50 a.m.”, o el clásico y aterrador “Explotó una granada en XXX, hay YYY muertos, abrimos con eso”. Es utilísimo, pero durísimo. 

El grupo del cole de mi hijo, en cambio, está formado por mamás que coordinan paseos, anuncian que hay epidemia de piojos, advierten que ha cambiado la hora de salida o preguntan cuál es la fecha del examen de matemáticas. Sin ellas no sobreviviría: son las guardianas de que no me convierta en la peor mamá del cole, las responsables de que mi hijo no se quede esperando horas en el patio porque me olvidé de que los miércoles sale a la 1 y 30. Es cierto que cuando empiezan a estresarse sobre cómo debían ir vestidos los chicos para la actuación o se pasan las tareas (fotografiadas), me provoca matarlas. Pero si tengo alguna emergencia y pido ayuda, saltan más de tres para socorrerme; y entonces las vuelvo a querer y se me pasa la paranoia. 

No sé si me gusta estar tan hiperconectada. A veces miro mi teléfono con angustia y a veces me dan ganas de comprarme un tontófono. Pero cuando el mundo me resulta agobiante, simplemente lo apago y dejo que la vida siga sin tanta información. Como hoy, que terminé contándoles de mi WhatsApp en lugar de enfrascarme con ustedes en un denso análisis de esta realidad, cada vez más asfixiante, delirante.