Enrique Planas

Llevado por una comisión periodística extraña, me encuentro en una ciudad lejana. Ya terminado el trabajo, guardadas la cámara y la grabadora, llega la hora de atender el compromiso más importante: el regalo que mis hijos esperan a mi regreso. El recado lleva una dirección exacta: visitar una tienda de que alcanza aquí la categoría de atracción turística. Cruzo la puerta y me sumo a cientos de visitantes que contemplan pirámides de Pikachús de peluche, fortalezas regidas por Mario y Luigi, catedrales de ‘merchandising’. Evito aquella distracción y me acerco a la vitrina de las novedades. Me paralizo. Entre la magnitud y variedad de la oferta, me pregunto qué estoy haciendo aquí.

Recuerdo la consola Atari de mi amigo Víctor, con la que convocaba a todo el barrio en su casa al ritmo del claustrofóbico “Pac-Man”. Es el tiempo de los pulgares adoloridos y de las máquinas de juego en la Plaza Bolognesi administradas por un siniestro encargado. Han pasado décadas desde aquellas incursiones y las reuniones ruidosas en casa ahora las protagonizan mis hijos y sus amigos frente a la consola. El rito y el vértigo resulta tan parecido al de mi infancia y tan distinto a la vez.

Uno de los principales problemas para la reputación cultural del videojuego es su propio nombre, el hecho de que lo definamos apelando a la cuestión lúdica. Deberíamos de tomarlos en serio: imaginemos cuánto ha evolucionado la historia del cine en más de un siglo. La prehistoria del videojuego, en cambio, sucedió en mi primaria. En el tiempo que me ha tomado convertirme en cincuentón, su lenguaje ha transformado nuestra cultura, posicionado su ‘mainstream’, así como sus figuras independientes. Ha tenido logros y fracasos, virtudes y pecados. Nació como un maldito, siempre bajo la sospecha de preocupados padres que veían en su programación una violenta influencia para sus hijos. Por el contrario, mientras miro sobrecogido las pantallas y a los jóvenes interactuando con sus avatares, el arte del videojuego se impone en nuestro tiempo. Se trata de informática pura, pero también de dibujo, diseño gráfico, fotografía, narrativa, arquitectura y escultura desde la virtualidad. El videojuego resulta no solo un contenedor de otras disciplinas artísticas, sino que nos fascina por su lenguaje y mecánica: si el cine es un sueño en el que no queremos intervenir, el videojuego necesita de nuestro rol activo, de nuestras decisiones. Interactuamos con la inteligencia artificial y con la de los amigos conectados.

Pero estoy fuera, lo sé. Los botones de los actuales controles me resultan indescifrables. A mi alrededor estallan bombas pixeladas y en mi desconcierto abandono la tienda, vencido. A lo lejos, oigo una música electrónica que se disuelve entre todos aquellos recuerdos de pasadas batallas.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Enrique Planas es escritor y periodista