Hace unas noches fui con mi familia a un concierto de Carlos Vives en el Estadio Nacional. Luego del show me quedó claro que si Vives es un músico tan querido en Colombia es porque su espectáculo es un canto de cariño a su tierra. Durante su participación no faltaron los homenajes a los músicos tradicionales de su país y una multiplicidad de imágenes que mostraban una Colombia amable y múltiple, alegre y hermosa, muy distintas de las noticias que nos suelen llegar desde allá. Tal vez no exagere si digo que, al menos por una hora, los peruanos en el estadio nos enamoramos un poquito de la tierra del café, la cumbia y lo real maravilloso. Y me doy cuenta de que estaría escribiendo esto con envidia –que es como los peruanos solemos ver los aciertos de los vecinos– si no fuera porque hace poco el Perú hizo algo aun más espectacular en la tierra de Carlos Vives. Sí, lo sé. Mucho se ha escrito sobre la participación del Perú como país invitado en la Feria Internacional del Libro de Bogotá 2014. Y en Internet se puede encontrar fotos y hasta despachos de la prensa colombiana que hablan de una participación peruana que ha roto récords de asistencia y ventas. Pero quien estuvo allí sabe que hay cosas que las cifras y las fotos no pueden transmitir, de la misma forma que solo quien asistió al concierto de Carlos Vives puede saber exactamente a qué emociones me referí al inicio.
Se habla de casi medio millón de asistentes colombianos al pabellón peruano en solo dos semanas y de miles de libros peruanos vendidos. Un bombazo en cantidad. ¿Pero cómo poner en la estadística las caras embobadas de quienes vieron al Perú tomar Bogotá y no solo la feria? ¿Con qué ratio se mide el asombro de quienes vieron cómo se abría un libro gigantesco –¿no es esa la forma de un retablo?– en la plaza más importante de Bogotá para mostrar en su interior a decenas de bailarines peruanos haciendo un tour por nuestras regiones? ¿Y las emociones producidas por las obras peruanas en varios teatros de la ciudad? Y si volvemos al recinto ferial: ¿cómo describir cabalmente la imponencia de un pabellón que dejaba admirado al visitante? Quien recorría ese pedazo peruano podía transitar una breve trocha de Qhapaq Ñan y quedarse con la idea de que los caminos romanos palidecían junto al de los incas. Quien se detenía en la exposición fotográfica “Lima, mírame” –donde las fotos emergían luminosas desde el suelo– podía sentir que nuestra capital es riquísima porque riquísima es la mezcla que la compone. Quien avistaba la librería peruana, allá en la Amazonía del recinto, podía sentir de lejos unas nubes eléctricas que hacían llover audífonos con sonidos reales de nuestro país. Y ya ni hablaré de nuestra comida ni de los piscos en exhibición constante, ni de los escritores y conferencistas peruanos que llenaron auditorios de manera salvaje.
Hace unos años, a mi novia y a su hermana les dijeron en Bogotá –medio en broma, medio en serio– que debían ser las únicas peruanas con la dentadura completa. Dudo que los colombianos que sintieron esta inyección de Perú vuelvan a rememorar solo a Laura Bozzo cuando piensen en nosotros. Las personas somos antenas de emociones y la cultura cambia percepciones. Con la experiencia bogotana, el camino está trazado.