La pobreza, que es la incapacidad para satisfacer necesidades básicas de salud, vivienda, alimentación, educación y empleo, es una condición social que amenaza a siete de cada diez peruanos, según el Banco Mundial. Esta condición repercute en el sentimiento inferior de bienestar estándar de los ciudadanos peruanos.
A lo largo de la historia de nuestro país, hubo una batalla constante contra esta problemática social, lo que habría permitido reducir considerablemente cifras debido al crecimiento económico. En consecuencia, se otorgaban mejores empleos y oportunidades.
Sin embargo, se suscitaron factores internos y externos que frenaron esta lucha contra este mal histórico, como los conflictos bélicos, paralizaciones y la pandemia del COVID-19. La pandemia fue un acontecimiento incierto en primera instancia. Conllevó a despidos masivos, lo que incrementó análogamente la tasa de desempleo y, además, se debe considerar que en el Perú, según lo señalado por el INEI (2019), tres de cada cuatro peruanos de la PEA pertenecen al empleo informal.
En esta línea, como gestor y estudiante de Administración de Empresas, me pregunto si realmente el Estado escucha a los ciudadanos o si es la burocracia política la que impide la agilización de ciertos mecanismos.
Somos también nosotros mismos los responsables de generar un bienestar común, pero se necesita un apoyo para fortalecer la cooperatividad y, sobre todo, formar nuevos empleos que en primera instancia reduzcan la tasa de desempleo e informalidad.
Finalmente, el empleo formal no solo reducirá la tasa de informalidad, el desempleo y la pobreza, sino que también los impuestos que deriven de ello harán un país con mejor capital y, por ende, habrá mayores ingresos.