La presidenta ha hablado. Y su mensaje a la nación se esforzó en disimular la obligación que suponía dirigirse a un país cuya mayoría la reprueba, cuestiona, condena; independientemente de lo que dijese o, en su defecto, precisamente por lo que dijese.
Sus palabras, infinitas, recordaron, describieron, explicaron. Sin embargo, al mismo tiempo, un discurso distinto –percibo– se llevó a cabo. Aunque sutil, allí estuvo; aunque tenue, allí fue. En él, las palabras no eran expectoradas una tras otra ni amontonadas en montículos de por sí ya desbordados, sino inconscientemente confesadas a través de ásperas enfatizaciones y sonrisas desvirtuadas, gestos incómodos y movimientos tensos, sensaciones extrañas y miradas perdidas.
Ese discurso me cautivó. Quizá por la autenticidad de sus breves instantes, donde las palabras, inagotables, permanecían en la cárcel que supone el silencio y, pese a no ser verbalizadas, se percibían en el aire, se distinguían en el ambiente. Sin embargo, allí estaba yo, de nuevo en la superficie; allí donde, como quien arroja semillas en el prado, mil promesas y palabras dulces fueron esparcidas por la jefa del Estado. Allí donde las buenas nuevas tocaron la puerta de inversores privados, microempresas, pacientes oncológicos, ollas comunes e instituciones. Como quien arroja semillas en el prado, además, serán los frutos quienes testifiquen la veracidad de una promesa cumplida, o la tierra infértil aquella que juzgue con amargura e impotencia las que solo fueron palabras leídas.
Seducido, me sumergí de nuevo en aquel discurso sincrónico e involuntario que aún ahora se condice con la verdad detrás del ojo público; que la dibuja, que la grafica, que la ilustra. Entonces, observé a la presidenta Dina Boluarte. De carne y hueso. Sosteniendo lo insostenible. Como quien se sabe a sí mismo incomprendido. Como quien se sabe a sí mismo cada vez más superado y arrinconado por sus adversarios políticos, pero –sobre todo– por sus propias decisiones, opresiones e indiferencias. Un grito honesto, aunque involuntario, que resonaba en los silencios, en las fisuras.
En cualquier caso, su mensaje o, mejor dicho, sus mensajes a la nación fueron distintos, casi contradictorios; de alguna forma esperanzadores, de alguna forma sombríos. El oficialismo celebró la retórica pacifista y unificadora; la oposición renegó por la inmoralidad de quien, aún en sus disculpas, se eximió de culpa. Al mismo tiempo, en el que parecía un alejado tercer plano, manifestaciones, desencuentros y disputas en nombre de la verdad y la justicia adornaban las calles rojiblancas, donde semblantes airados y desanimados flameaban banderas alegres y optimistas.