Desde el instante en el que la presidenta Dina Boluarte asumió el cargo en un país azotado por la crisis política y la inestabilidad, su discurso ha estado bajo juicio popular. La narrativa que quiso plasmar sobre una gobernante que busca el diálogo y la estabilidad no se materializó en la aprobación del público, y la disonancia entre lo que dice y la percepción popular ha mermado cada vez más su imagen.
La credibilidad y la reputación en política son la moneda más valiosa y se podría decir que, hoy por hoy, en el panorama político peruano, esa moneda está al borde de la cornisa, por no decir que se cayó hace tiempo.
Los paros que estremecen el país reflejan no solo el rechazo a sus políticas, sino también la desconfianza hacia su mensaje, percibido como distante del clamor popular. En un contexto de crisis de legitimidad de su gobierno, sus palabras tienen un gran impacto. La falta de una estrategia comunicacional ha complicado la comprensión de sus decisiones y ha alimentado el rechazo.
La reputación de un líder es el cimiento de la gobernabilidad y, cuando la comunicación falla, la percepción de transparencia e integridad colisiona, y esto impacta directamente en la capacidad de influir y liderar. Sin un plan que restaure la confianza y escuche las demandas de los sectores más necesitados, Boluarte enfrenta el riesgo de ver su liderazgo cada vez más menguado, convirtiéndose en una figura cada vez más distante y vulnerable a la crítica pública. Como decía Marco Aurelio Denegri: “En una democracia, el político debe temer perder su reputación más que perder el poder, pues, sin reputación, el poder es inútil”.