Es habitual vincular al con episodios de y violaciones de los , contrastándolo con la como su opuesto natural. No obstante, a pesar de que en teoría este debería ser el caso, nuestro país sirve como un claro ejemplo de que, incluso bajo un régimen democrático, la violencia puede persistir. Destacar este hecho es importante debido a que no solo ha sido una constante en la práctica sociopolítica que impacta directamente en la vida de los peruanos y peruanas, sino que su persistencia constituye un elemento fundamental para comprender la crisis política actual. Por ese motivo, resulta esencial plantearse la pregunta de cómo ponerle fin a la violencia endémica en nuestro quehacer político. A continuación, una mirada y respuesta desde la ciencia política.

Para empezar, es evidente que la democracia no ha sido garantía para una vida en paz al interior del país. Contrariamente, la violencia ha sido una constante que ha ido degradando nuestras deficientes instituciones democráticas. Para comprobarlo, podemos hacer una comparación entre los períodos democráticos durante el conflicto armado interno CAI (1980-2000) y el período desde la transición hasta la actualidad (2000-2023). Por un lado, tal como revela el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), paradójicamente las etapas más intensas del conflicto, en las que murieron la mayoría de las víctimas y en las que los agentes del cometieron la mayor cantidad de violaciones a los derechos humanos, ocurrieron durante regímenes democráticos (Reátegui et al., 2008, p. 37); es decir, con elecciones periódicas, libertad de expresión y derechos constitucionales vigentes. Estos gobiernos, cuya responsabilidad era la de mantener el orden público y garantizar la seguridad de la población, institucionalizaron el uso desmedido de la violencia. Un claro ejemplo de ello fue la impunidad de las fuerzas estatales, debido a que los crímenes efectuados eran tipificados como “delitos de función” o archivados de manera recurrente (Reátegui et al., 2008, p. 49).

Por otro lado, durante nuestro más reciente período democrático, es innegable que nuestra práctica sociopolítica continúa atravesada por altos niveles de conflictividad social y violencia estatal. Como señala Reyes Mate, la democracia actual y formal también puede ser caracterizada como violenta, ya que se basa en reglas formales que no excluyen la posibilidad de que se produzcan víctimas (Castañeda & Alba, 2014, p. 181). Una muestra de ello es que, solo en el primer mes del 2023, se registraron 218 conflictos sociales, 530 acciones colectivas de protesta vinculadas a la actual crisis política, 31 fallecidos y 856 personas heridas (Defensoría del Pueblo, 2023). Respecto del actuar del Estado, aún es común que se usen los decretos de emergencia para afrontar conflictos sociales como si no se trataran de mecanismos constitucionalmente excepcionales. De este modo, se han estado restringiendo libertades individuales por largos períodos en las diferentes regiones del país. Ello tiene como resultado la desnaturalización del estado de emergencia y la institucionalización del uso injustificado de la violencia estatal durante períodos democráticos.

Asimismo, esta institucionalización se ha acomodado a los nuevos contextos con nuevos caminos para su legitimación. Mientras que durante el CAI el uso desmedido de la violencia estatal se legitimó “en nombre” de la lucha contra el terrorismo, en nuestros días ese discurso se camufla bajo el ideal de proteger el “exitoso” modelo económico. De esta manera, a nivel institucional, el uso constante de la violencia ha propiciado un ciclo permanente de confrontación y ha venido erosionando la confianza en las instituciones democráticas y en el Estado de derecho. Entonces, ¿qué sentido tiene apostar por un sistema que permite participar en elecciones, pero que actúa desmedidamente cuando se busca expresar una demanda? Pues ninguno. Ese sinsentido es generado por el contradictorio actuar del Estado que, bajo un discurso de desarrollo social e inclusión, reprime las demandas de representación, respeto por los derechos humanos y legitimación de las diversas formas de vida en el país.

El uso excesivo de la violencia por parte del Estado es social e institucionalmente desestructurante. No solo porque descompone el complejo tejido social, sino también porque aparta a la ciudadanía del aparato estatal y su intensidad tiene una relación con la exclusión social. Un claro ejemplo es la comunidad asháninka que percibe al Estado y a sus políticas extractivas como una continuación del terror que experimentaron durante el CAI. Como señala Oscar Espinoza, esta comunidad originaria opta por mantener distancia con el Estado debido a la percepción de que sus vidas aún están amenazadas en términos de sus territorios, su estilo de vida, sus propias decisiones y su autonomía (Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, 2013, p. 35). Los asháninkas fueron la comunidad amazónica más perjudicada durante el CAI y aún enfrenta vulnerabilidades derivadas de proyectos extractivos, ¿acaso no es lógico que no quieran “hablar” con el Estado Peruano?

La transición democrática de la década del 2000 estuvo marcada por reformas significativas y procesos políticos que generaron gran expectativa de lo que vendría con el nuevo período democrático, tales como el Acuerdo Nacional, el trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación y el proceso de Descentralización. No obstante, es preciso destacar que la persistencia de la violencia ha constituido un factor inhibidor que ha dificultado la consolidación de nuestras instituciones en el tejido social, resultando en un mayor número de retrocesos que de avances.

Entonces, ¿cómo ponerle fin a la violencia del Estado? Esta situación actual se articula con formas de pensar e imaginarios sociales que alientan estas prácticas violentas y confrontacionales. Por ese motivo, es necesario un ejercicio reflexivo sobre cómo hemos estado configurando nuestra relación con el resto de miembros de la comunidad peruana. Si hemos visto que este problema es una continuidad en la política, entonces nuestro país necesita un período de ruptura. Con ello no me refiero a que debemos ir en contra de las instituciones que hoy débilmente sostienen la democracia, sino de apostar por una transformación de la cultura política. Romper con la idea de que la paz, el orden y el progreso son fines superiores a la preservación de la vida misma o que ciertos individuos merecen una mayor dignidad que otros. Asimismo, ello debe ir acompañado de un análisis de las relaciones entre la conflictividad pasada con aquella que hoy vivimos y de la que debemos asumir una responsabilidad colectiva. Responsables en tanto seguimos avalando el uso indiscriminado de la violencia y la reducción de nuestras libertades individuales para afrontar los problemas en el país.

Alexander Noblejas es estudiante de Ciencia Política y Gobierno de la PUCP