Martín Quintana

El que viven muchas personas que llegan de a la ciudad de es un mal que se ha normalizado.

Lima, una metrópoli vibrante y moderna, es un imán para aquellos peruanos en busca de mejores oportunidades de vida. Sin embargo, para muchos migrantes de provincias, la capital peruana no siempre ofrece una cálida bienvenida. En lugar de ello, la gente se topa con un obstáculo: el racismo lingüístico.

Este prejuicio, que pasa completamente inadvertido, afecta a un grupo particularmente vulnerable de nuestra población. Increíblemente, este problema se da a pesar de hablar un mismo idioma, todo por el simple hecho de tener un acento o dialecto diferente a la hora de expresarnos.

El racismo lingüístico tiene un impacto significativo en la vida de las personas. Puede llegar a limitar sus oportunidades de trabajo y afectar psicológicamente a la persona. Es importante entender que el racismo lingüístico no es un problema aislado, sino que la carga de lo que esta discriminación supone termina siendo algo asfixiante y un desafío terrible con el que todas estas personas tienen que batallar, haciendo que, prácticamente, se tenga que dejar en el olvido esta forma característica de hablar y, por consiguiente, llegar a adoptar otro tipo de cultura o estilos de vida completamente diferentes al que uno tenía, solo por el simple hecho de lograr encajar en una sociedad en la que se ha vuelto tan normalizada la falta de respeto hacia las demás culturas y hacia los rasgos lingüísticos de las demás regiones. Planteándonos esto, es obvio que el racismo lingüístico termina exacerbando las dificultades de integración que tiene la persona, todo por el simple hecho de trasladarse de un lugar a otro, creando una barrera adicional para su éxito.

Esta realidad está silenciosamente impregnada en la sociedad en la que vivimos. Ante nuestros propios ojos está que la discriminación lingüística no solo causa un daño a las personas que la sufren, sino también a toda la sociedad, ya que este grave problema empobrece a grandes escalas la diversidad cultural y, sobre todo, la identidad cultural de la que deberíamos sentirnos orgullosos, por el simple y mínimo hecho de que somos un país con una riqueza cultural exorbitante. Sin embargo, ocurre todo lo contrario: en vez de ser la fortaleza de nuestro país, esta riqueza termina siendo el talón de Aquiles de nuestra sociedad. En lugar de ridiculizar las diferencias, deberíamos celebrar la diversidad lingüística que nuestro país conserva. Después de todo, cada acento, cada dialecto, tiene su propia historia y belleza. Cada persona, sin importar de dónde venga o cómo hable, tiene algo valioso que aportar a nuestro país.

Martín Quintana es estudiante de Comunicación y Publicidad de la Universidad Científica del Sur