A pesar de ser un hombre de convicciones religiosas, Pedro Olaechea no parece un catecúmeno muy aprovechado de la sabiduría que encierra la famosa frase: “Ayúdate que Dios te ayudará”. Como presidente del Congreso que Vizcarra ordenó disolver, le tocaba conducir la resistencia que un sector mayoritario de la representación nacional estaba dispuesto a ofrecer contra esa medida, pero la verdad es que su manejo de la crisis ha sido errático y desmañado.
Seguramente la idea de “suspender” al presidente y tomarle juramento en su reemplazo a Mercedes Araoz no fue solo suya, pero sin su participación no habría podido llevarse adelante. Y aquello fue un despropósito, pues la ridícula renuncia de la mencionada señora a su flamante cargo en menos de 24 horas fue devastadora para la causa que él pretendía liderar.
Igualmente penoso fue el “renuncie usted, renunciamos todos y llamamos a elecciones” que Olaechea le lanzó al mandatario (supuestamente suspendido) un día después. ¿No era esa precisamente la iniciativa a la que él y tantos otros legisladores se habían opuesto de manera denodada en los últimos meses y que la Comisión de Constitución había terminado archivando una semana antes? ¿Cómo así, entonces, resultaba de pronto una salida razonable?
A propósito de los cuestionamientos al proceso de elección de Gonzalo Ortiz de Zeballos como miembro del Tribunal Constitucional (TC), por otra parte, solo dio respuestas fragmentarias y de acuerdo con lo que le iban preguntando los periodistas, en lugar de emitir un comunicado en el que ordenadamente se expusieran los argumentos de quienes sostenían que el acto se había cumplido a cabalidad. Gracias a eso, el camino de los magistrados del referido tribunal decididos a dejar las cosas como estaban quedó despejado.
Por último, lo más perjudicial para su presunta campaña de defensa institucional del Parlamento ha sido y sigue siendo la actitud exasperada con la que enfrenta los cuestionamientos que le plantea la prensa sobre todo lo anterior.
Ninguno de esos tropezones y desaciertos, sin embargo, le quita el derecho a preguntarle a quien corresponde si el Congreso fue constitucionalmente disuelto; y menos todavía, autoriza al presidente Vizcarra a acusarlo de “usurpación” por ello. Pero, por increíble que parezca, eso es exactamente lo que ha sucedido.
—Difícil de rechazar—
El jefe de Estado, efectivamente, reaccionó hace unos días a la noticia de que Olaechea había presentado ante el TC la esperada demanda competencial (firmándola como presidente del Congreso) con un dictamen que rezumaba prepotencia. “Eso tiene un nombre absolutamente claro: usurpación de cargo y funciones”, sentenció. Para inmediatamente añadir: “Seguramente el procurador de la Presidencia del Consejo de Ministros actuará conforme a ley”.
Y menos de dos horas más tarde, el procurador en cuestión – funcionario pretendidamente independiente en el ejercicio de su responsabilidad– ya había acogido la sugerencia y solicitado a la fiscalía abrirle una investigación a Olaechea por el presunto delito de usurpación de funciones… Es que las sugerencias de un presidente bruscamente dueño de un poder sin contrapesos son difíciles de rechazar.
La verdad, no obstante, es que si la demanda partía de la premisa de que el Parlamento no había sido disuelto con arreglo a la Constitución, era lógico que Olaechea se presentase como su presidente para plantearla. Y no le tocaba a Vizcarra, sino al TC, interpretar la pertinencia legal del acto.
De hecho, al anunciar días después un pleno para considerar la admisibilidad de la demanda, el titular de esa institución, Ernesto Blume, dejó descolocado al mandatario, pues estaba comunicándole a la ciudadanía que aquello de la “usurpación” todavía estaba en veremos.
Sin duda, alguien debió advertirle al presidente que había desbarrado, porque no volvió a utilizar la temeraria terminología para referirse al demandante.
Las ménades y los coribantes del nuevo culto, sin embargo, no se dejaron intimidar por esos inconvenientes legales y se lanzaron en delirio tras el ‘usurpador’ con antorchas y trinches, ratificando la sentencia por aclamación. El jefe de Estado había desatado un linchamiento simbólico y simplemente ya no había marcha atrás: una escena que grafica muy bien la situación general que estamos viviendo.
—Empujón fáctico—
A un año y medio de haber asumido la presidencia, es evidente que Vizcarra no tiene idea alguna de hacia dónde encaminar el país. La entrevista que le concedió recientemente a la colega María Alejandra Campos –y en la que tres veces no supo qué responder ante la pregunta de cuáles eran sus planes concretos para estos cuatro meses en lo que gobernará vía decretos de urgencia– es tremendamente elocuente al respecto.
En ese sentido, es posible que él no iniciara esta literal aventura con el afán de ejercer un poder sin límites. Pero la dinámica de los hechos y el batir de palmas de la claque siempre acaban imponiendo su lógica. Y en un gobierno con las características del actual, el abuso y la arbitrariedad no tardan en manifestarse.
Por eso, tras la disolución, el presidente sintió que podía volver a colocar a su amigo Edmer Trujillo en el Ministerio de Transportes, a pesar de la vergüenza que fue su gestión anterior. Por eso no dice nada ahora sobre las acusaciones de nepotismo que pesan sobre su ministro de Desarrollo e Inclusión Social, Jorge Meléndez. Por eso anuncia que, a falta de Congreso, cuando el actual Gabinete tenga listo su plan de trabajo lo presentará ante alguna instancia que él se inventará para la ocasión. Por eso le ‘sugiere’ al Jurado Nacional de Elecciones cuáles son las prohibiciones que deberían aplicarse en las elecciones del 2020. Y por eso sentencia que Olaechea es “usurpador” y empuja ‘fácticamente’ al procurador a denunciarlo por ese delito.
Si alguien quisiera poner en evidencia ante la opinión pública los riesgos de tener un gobierno sin Parlamento, debería dedicarse a denunciar sistemáticamente esos brotes de autoritarismo, en lugar de avanzar en su empeño por ensayo y error, incidiendo sobre todo en esto último.