Mario Ghibellini

Los tiempos de caos engendran autoritarismos. Ante el tumulto violento desatado en las calles y la lentitud de los mecanismos de la democracia para responder a ello, mucha gente es presa de la fantasía de que lo que se necesita es una mano recia que imponga orden y haga justicia por encima de lo que dicen los enojosos preceptos constitucionales. Fue ese tipo de contextos el que, durante el siglo pasado, hizo posible el surgimiento y la entronización del fascismo en Italia, el nazismo en Alemania y el primo hermano de aquellos, el comunismo, en Rusia... con los resultados que conocemos. Esto es, una economía devastada, y muerte y atropellos por doquier. Porque la receta incluye también la identificación de un “enemigo” al que hay que exterminar por ser el supuesto culpable de todo: el pueblo hebreo, la burguesía, los reptilianos, usted elija.

Ilustración: Víctor Aguilar Rúa
Ilustración: Víctor Aguilar Rúa

En nuestro país, vivimos hoy un tiempo así. El crimen campea en el territorio nacional, las autoridades políticas son incompetentes cuando no corruptas y el peligro de volver a caer en la pobreza amenaza a millones de peruanos cotidianamente. De ahí que prédicas como la de , con promesas de expropiaciones y fusilamientos a discreción, tengan cierto eco en la sociedad. De ahí, también, que cunda el devaneo en torno a las declaraciones de estado de emergencia y la intervención de las Fuerzas Armadas en la lucha contra la inseguridad como solución providencial al pandemonio que nos envuelve. Y no olvidemos, claro, la aclamación popular que reciben últimamente las propuestas de expulsar al primer venezolano que venda una arepa sin dar recibo.

Es en ese mismo orden de cosas que tenemos que ubicar las iniciativas luminosas que han brotado en el Congreso para restituir el . Una idea que debemos al ingenio afiebrado de los parlamentarios Edwin Martínez (Acción Popular) y Noelia Herrera (Renovación Popular).


–¡Veinte planchas!–

El planteamiento, en realidad, no es muy original. El entusiasmo por restablecer el servicio militar obligatorio, suprimido 25 años atrás, asoma cada vez que hay problemas con las barras bravas o se produce cualquier otro evento que sugiera que una juventud descarriada deambula por las ciudades del país. Lo que hace falta, creen los adherentes a la iniciativa, es arrancarles a esos muchachos que ni estudian ni trabajan los aretes, someterlos a un régimen de duchas frías y ‘raneos’ alrededor del Pentagonito, y hablarles con persistencia sobre el sacrificio de Alfonso Ugarte para que, a la vuelta de unos meses, aflore en ellos un sentido de responsabilidad, una probidad y un amor a la patria indoblegables. Un postulado que tanto militar de alta gradación condenado por asuntos de corrupción o poco apego a la Constitución contradice.

El inconveniente más serio de la propuesta, sin embargo, no radica en la falsa premisa de la que parte, sino en la facultad que pretende otorgarle al Estado de interrumpir el plan de vida de un ciudadano para imponerle uno distinto. Uno que evidentemente no le interesa (porque, si no, se habría inscrito en el servicio voluntariamente) o, peor todavía, le genera resistencias. En el fondo, es como espetarle a ese ciudadano: “Tú cállate, porque no sabes lo que te conviene, y vas a hacer lo que yo te diga”. Una versión atenuada, en buena cuenta, del arrebato totalitario que vende como programa político el menor de los Humala.

A juicio de esta pequeña columna, en suma, la propuesta de marras merece ser rechazada por populista, autoritaria e inútil. Y los pálidos Antauros que la promueven, pasados por la prueba que ellos mismos proponen: si no se les detectan estudios ni trabajo alguno, a la ducha fría y veinte planchas.






*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Mario Ghibellini es Periodista

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