(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Mario Ghibellini

Esta semana los peruanos hemos aprendido dos cosas: los grupos de poder existen y todos los castellanos son legítimos. Si hemos entendido bien, resulta, por un lado, que piquetes de personas con intereses u orígenes comunes, y distribuidas en determinadas esferas económicas, culturales o políticas del país, ejercen cotidianamente presión para imponernos sus agendas. Y por otro, que si determinados grupos de hablantes cultivan alguna variante de la rica lengua de Cervantes que difiere un tanto de la estándar, nosotros no somos nadie para andarlos hostigando y hacerles notar la diferencia.

En esa medida, una peña de fulanos nacidos, criados o con una cierta experiencia laboral en Moquegua y colocados estratégicamente dentro del Ejecutivo ha de ser, suponemos, un grupo de poder. Sobre todo, si sus integrantes se protegen o favorecen mutuamente de acuerdo con un set de intereses identificable.

Y de otro lado, el castellano que podríamos denominar “burocrático” –brotado y propagado en los pasillos de los ministerios y las gacetillas de la prensa oficial– tiene que ser tan respetable y respetado como el “poético”, que desplegaba, por ejemplo, el buen Jorge Manrique cuando escribía sus coplas a fines de la Edad Media.

Todo esto nos lleva a pensar en el presidente del Consejo de Ministros, don Vicente Zeballos, quien, por curiosas coincidencias de la vida, se relaciona tanto con lo primero como con lo segundo.

–Orquídeas de otoño–

El esforzado premier de la administración Vizcarra es, en efecto, miembro nato de esa especie de anexo del “Club Moquegua” que funciona desde hace tiempo en las alturas del poder. Y, simultáneamente, un informante de lujo para quien quiera escribir una tesis sobre las secretas virtudes de decir “peticionar” ahí donde el común de los mortales diríamos “pedir”; o “merituar”, en los casos en que quizás usted, pedestre ciudadano que nunca redactó un decreto o ciñó fajín, habría dicho simplemente “merecer”.

No es, sin embargo, ninguna de esas dos circunstancias –es decir, su pertenencia a un determinado grupo de poder o su competente manejo del castellano burocrático– lo que nos mueve a ocuparnos de él en esta oportunidad. En esta pequeña columna, estamos un tanto alarmados, más bien, por la insólita postergación de su presentación ante el Congreso para pedir el voto de confianza. Un trámite que, como se sabe, es indispensable para que el Gabinete que encabeza pueda ejercer plenamente sus funciones y sus actos previos queden validados.

El plazo para que tal comparecencia tenga lugar está largamente vencido y ya distintos jurisconsultos han advertido sobre los problemas constitucionales que eso podría acarrearles a quienes conforman este gobierno cuando el futuro los alcance. Existe, no obstante, otro riesgo en la demora que acaso el ministro Zeballos y sus mozos de estoques no estén considerando. A saber, el de que una mayoría de la representación nacional comience a pensar que el otorgamiento de la confianza no tiene que darse por descontado.

Con la experiencia del Parlamento anterior a la vista, los actuales legisladores se sentaron al principio en sus curules con las posaderas muy apretaditas. Llevarle la contra al Ejecutivo era una temeridad que no se les ocurría. Pero luego los días y las semanas pasaron, y la poca cámara que tenían en el contexto de la pandemia les produjo a muchos de ellos una picazón populista de la que todos hemos sido testigos. Y entonces los puntos de conflicto con el Gobierno comenzaron a florecer como orquídeas veraniegas en pleno otoño.

El archivamiento del proyecto enviado por el Ejecutivo para emprender una reforma del sistema de pensiones, el feo entredicho por las declaraciones juradas de intereses de los congresistas y la promesa de observar la iniciativa para legalizar a los taxi-colectivos son actualmente los brotes más notorios de esa floración, pero no los únicos. El anuncio de la ministra de Economía sobre la presentación de una demanda de inconstitucionalidad contra la ley que suspende el cobro de los peajes, por ejemplo, tiene que haber producido también una cierta escaldadura en el hemiciclo.

Así las cosas, el día que finalmente escoja para acudir al Parlamento, el premier descubrirá para su desvelo que allí también existen grupos de poder (‘bancadas’ se llaman) y que estos pueden ponerle la vara a diversas alturas a fin de que salte en pos de la confianza que tan apremiantemente requiere.

La posibilidad de que esto ocurra, por supuesto, es menor mañana que pasado mañana, pues la conciencia de que poner al Ejecutivo contra las cuerdas no es una gracia impensable va tomando forma día a día. En consecuencia, mientras más demore el premier en constituirse –verbo castizo del castellano burocrático, dicho sea de paso– en el Palacio Legislativo, mayores serán las probabilidades de que lo hagan pasar por las horcas caudinas.

–Fin de siesta–

Alguien, por lo tanto, tiene que advertirle de la necesidad perentoria de ponerle fin a la siesta moqueguana a la que parece estar entregado. Y no estaría de más aprovechar la ocasión para reivindicar el castellano de Manrique, al que aludíamos al principio de esta columna, con alguna paráfrasis de su obra más celebrada.

Recuerde entonces, señor primer ministro, el alma dormida. ¡Avive el seso y despierte! Pida fecha ya y si no se la dan, hágales la de Salvador del Solar: se presenta nomás en el hemiciclo y los sacude un poco con una cuestión de confianza sobre el voto de confianza. Va a ver cómo se asustan.

Pero no se vaya a tomar esta exhortación a mal. Es solo un peticionamiento o una sugerenciación. Usted eleccione.