Del hemiciclo en el ángulo oscuro, de sus ayayeros tal vez olvidado, silencioso y cubierto de polvo, se puede ver en estos días al presidente del Congreso, Manuel Merino. Una frase que quería ser ingeniosa y resultó más bien torpe lo ha instalado una vez más en el peor de los lugares que un político con aspiraciones a seguir ejerciendo ese oficio puede ocupar. Una especie de cepo en el que se recibe de parte del resto de fulanos que orbita en torno al poder andanadas de sopapos que producen un dolor más moral que físico, y que convierten al vapuleado en el símbolo de algún pecado merecedor de las llamas del infierno: corrupción, sedición, visión estereotipada de las relaciones entre hombres y mujeres...
Ya había tenido Merino una breve estadía en ese ingrato emplazamiento cuando, semanas atrás, se supo de las llamadas que había hecho a representantes de los mandos militares en los días previos a la discusión y votación de la moción para vacar al presidente Vizcarra en el Parlamento. Y entonces, como ahora, tuvo que pedir perdoncito. De mala gana, efectivamente, se vio obligado a admitir en esa ocasión que “tal vez” su iniciativa había sido “inoportuna”, mientras que ahora lo hemos escuchado murmurar algo sobre “las disculpas del caso a quienes se han visto ofendidos” por su última ocurrencia.
¿Qué fue lo que arrastró en esta oportunidad al presidente del Congreso a la condena? Pues una metáfora fallida sobre la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo. “Esto es como un noviazgo: la novia ya está haciendo caso al novio; nos estamos entendiendo”, dijo. Y ardió Troya.
—Sin decimales —
Para empezar, dos ministras y un ramillete de parlamentarias le cayeron encima con cargos de estigmatizador, antihistórico y sexista. Y luego el presidente Vizcarra aprovechó su presencia en la ceremonia por el 199 aniversario de la Marina de Guerra para recordar en su discurso que “la construcción de un país fuerte e igualitario pasa por […] dejar de lado cualquier expresión de machismo”. Nada como pegarle una buena rayada al chasis político del prójimo cuando de lucir como el campeón de las causas virtuosas se trata.
¿Pero fue la figura ensayada por Merino el vejamen de inspiración falocentrista que se pretende? En honor a la verdad, no es muy fácil discernir en ella cuál de los dos poderes del Estado se supone que es el novio y cuál, la novia. Y tampoco queda claro si “hacerle caso al novio” quiere decir en ese contexto obedecerlo o empezar a sentir alguna atracción por él. Como es obvio, solo el primero de esos dos sentidos le daría a la expresión las dimensiones de blasfemia que se le atribuyen… ¡Pero no importa! Los inquisidores de la corrección política no trabajan con decimales, así que el titular del Parlamento fue conducido a la pira de cualquier forma.
Y esta vez, a diferencia de lo que sucedió cuando llamó a los mandos militares, ya ni sus correligionarios acudieron a sacarle las castañas del fuego: según informó este Diario, en efecto, en Acción Popular se han excusado de dar declaraciones sobre el episodio.
De sentirse presidenciable (aunque fuese de un gobierno de transición), Merino ha pasado, pues, a convertirse en el portador de un mal contagioso que mueve a sus antiguos compañeros de lucubraciones a lavarse las manos y ponerse mascarilla cuando lo tienen cerca: un vertiginoso periplo que da para una fábula sobre las torpezas que el oscuro deseo del poder puede llevar a cometer a los incautos.
Entendámonos: no es que el hombre fuera antes de todo esto la síntesis de la prudencia y la astucia política (para comprobar sus limitaciones, basta rememorar, por ejemplo, su propuesta sobre lo que tendría que hacer el Estado para obtener los recursos para “devolverles” dinero a los aportantes a la ONP: encontrar la fórmula), pero es evidente que fueron los sueños húmedos con la banda lo que lo empujó ya sin pudores a la pista de patinaje.
¿Habría acaso desbarrado por la ruta de los contactos cuarteleros si no hubiera tenido ese estímulo? ¿Se habría lanzado con toda esa cháchara sobre el paralelo entre las novias y los novios y la relación entre los poderes del Estado si no hubiera sentido que ya había adquirido el derecho a dictar parábolas sin saber de qué van? En esta pequeña columna, estamos persuadidos de que no.
—Insólito desatino —
Lo interesante de esta anécdota, sin embargo, no es la menudencia episódica, sino lo que tiene de universal. Hombres y mujeres que caminaban por la sombra y que se ven de pronto arrastrados por un insólito desatino –la idea de que la providencia los ha puesto a un paso del poder y todo lo que tienen que hacer es darlo con gracia– abundan en la fauna política de todas las latitudes. El problema es que aquí en el Perú tendemos a convertirlos en presidentes.
No cabe duda, en ese sentido, de que en esta campaña veremos a la mayoría de candidatos a suceder a Vizcarra en Palacio cometer despropósitos francamente descalificadores. La historia enseña, no obstante, que si esos despropósitos se producen cerca a la fecha de votación solo afectarán marginalmente la posibilidad de triunfo del postulante que los cometió. Una verdadera lástima.
Merino, en cualquier caso, verá ya este espectáculo solo de lejos, recordando quizás la mala hora en la que se le ocurrió introducir a las novias y los novios en sus disquisiciones sobre la teoría del Estado y batallando con un dolor persistente aunque difícil de ubicar.