Peor estreno el nuevo canciller no pudo tener. Este martes, instantes después de haber jurado el cargo, el embajador Elmer Schialer declaró a la prensa que la posición del Perú con respecto al régimen chavista era “a favor de que los problemas de Venezuela sean resueltos por los venezolanos”. Y todos entendimos lo único que se podía entender en esa sentencia: que el gobierno de la señora Boluarte no seguiría sumándose a la presión internacional para que Maduro reconociera los resultados de las elecciones recientemente celebradas en su país y que, en lo que a nosotros concernía, a partir de ese momento, los venezolanos quedaban librados a su suerte. Semejante lavada de manos, por supuesto, llamó la atención de propios y extraños, pues contrastaba dramáticamente con la postura expresada hasta ese entonces por el ministro de Relaciones Exteriores que acababa de ser licenciado, Javier González-Olaechea. En más de una ocasión, en efecto, mientras todavía portaba el fajín, él había afirmado que Edmundo González Urrutia, el candidato que presentó la oposición a los comicios antes mencionados, era “el presidente electo legítimo de Venezuela”. Ahora, no obstante, el mensaje oficial a González Urrutia (sobre quien pesa una orden de detención dictada por la tiranía chavista) era una especie de “si te vi, no me acuerdo”. Y, previsiblemente, tal cambio de actitud trajo cola. Un clamor crítico del que participaron hasta los habituales aliados del Ejecutivo en el Congreso se levantó por doquier y a Schialer no le quedó más remedio que salir el miércoles a ensayar el vergonzoso ejercicio de sostener que no había dicho lo que sí había dicho. “Mi respuesta, de la manera en que ha sido resaltada en titulares, puede llevar definitivamente a una doble lectura”, recitó, tratando de responsabilizar de su desaguisado a la prensa. Un clásico de clásicos. Sobre todo, si la tesis es lanzada desde los estudios de TV Perú, donde la ausencia de repregunta está garantizada.
–Eppur...–
Lo mejor de todo, sin embargo, fue el tremendo acto fallido en el que el canciller incurrió al proclamar en esa misma entrevista: “No hay un cambio de giro”. Una frase en la que, mal que le pese al ministro, lo que estaba indicando es que ha habido un giro con su llegada a Torre Tagle y que luego ese giro no ha cambiado. Esto es, que la posición del Gobierno sobre Venezuela ha dado un vuelco y que ese vuelco se mantiene. Es probable que lo que quisiera decir era que no ha habido ni un cambio ni un giro con respecto a esa posición desde que asumió la cartera de Relaciones Exteriores, pero lo cierto es que no fue eso lo que dijo...
Como para que no quepan dudas sobre la mutación de marras, el premier Gustavo Adrianzén ha comparecido esta semana también ante los medios para aseverar que González Urrutia “no puede ser presidente electo” de Venezuela y que no hay “ninguna comunicación oficial del Estado Peruano” reconociéndole esa condición. Ha improvisado, además, contorsiones que nada tienen que envidiarles a las de Verónika Mendoza para evitar llamar al gobierno de Maduro por el nombre que le corresponde: dictadura. Así que no mamen.
¿Llegó a Palacio la presión para que este cambio se produjera en “cofre”, como quieren algunos? ¿Fue la necesidad de hacerlo la razón del licenciamiento de González-Olaechea? Tal vez, pero como él no lo mencionó en su poema de despedida, no podemos estar seguros. Lo único que nos animamos a afirmar sin temor a equivocarnos es que, ante cualquier intento de contarnos que aquí no ha habido un giro, habrá que recordar a Galileo.