Free Nancy!, por Mario Ghibellini
Free Nancy!, por Mario Ghibellini
Mario Ghibellini

En su afán por desmarcarse de toda asociación con el gobierno anterior, la actual administración ha decidido crear la ‘oficina de apoyo al cónyuge del presidente’. El propósito declarado es ‘ordenar y transparentar’ el rol de la media naranja de quien ocupe la jefatura de Estado en el país, pero el objetivo de fondo es obviamente acotarlo de tal manera que nunca más nadie en esa posición se alucine semáforo y se ponga a dispensarles luces verdes y rojas a los ministros. La iniciativa, sin embargo, podría terminar generando un problema mayor que el que pretende solucionar. O, por lo menos, una injusticia.

GOOD OLD DENIS

Para empezar, hay que anotar que, a pesar de la denominación neutra que han elegido para aludir a la pareja de quien gobierne (la palabra ‘cónyuge’ no tiene marca de género y, dependiendo del artículo que se le anteponga, puede servir para referirse a una esposa o un esposo), la institución es sexista. La verdad es que la idea de que el matrimonio con quien está en el poder le confiere a una determinada persona un rol público es solo aplicable a las mujeres.

El supuesto nunca expresado tras esa asunción es que mientras un presidente se encarga de ‘cosas de hombres’ –la economía, la seguridad, las relaciones internacionales–, su señora puede dedicarse a ciertos asuntos ‘femeninos’ –la protección de los niños sin hogar o la salud de las madres lactantes– que, de alguna manera, toda administración también tiene que atender. Y por si a alguien la figura le parece prejuiciosa, los invitamos a imaginar cuál habría sido, por ejemplo, el rol público de los esposos de las señoras Fujimori o Mendoza si alguna de ellas hubiera sido elegida presidenta. ¿Impulsar campañas para prevenir el cáncer de próstata? ¿Dar el ‘play de honor’ en los partidos de la selección de fútbol? ¿Participar en algún foro internacional sobre ‘la problemática de los varones en el siglo XXI’?

Pues seguramente no. Lo más probable es que el consorte de esa hipotética mandataria habría seguido trabajando en lo que trabajaba antes y apareciendo de vez en cuando en el rincón de alguna foto periodística. Como tiene que ser. Como sucede, digamos, con el marido de la canciller Angela Merkel en Alemania, o como sucedía con Denis Thatcher en los tiempos gloriosos en los que su esposa Margaret era primera ministra del Reino Unido.

Porque al cónyuge (hombre o mujer) de quien se convierte en jefe de un Estado por la vía de las ánforas no lo ha elegido nadie. Y crearle una oficina con presupuesto propio (por modesto que sea) alimenta la fantasía contraria y, en lugar de desincentivar desbordes como el que vimos durante los últimos cinco años, puede darles alas.

Pero ese, en cualquier caso, es un temor que guardamos para el futuro. Porque en lo que concierne a la señora Nancy Lange, esposa del presidente Kuczynski, es evidente que no tendría razón de ser. A ella, más bien, todos le estamos agradecidos por el hecho de ser una antítesis tan perfecta de su antecesora. Y es por eso, precisamente, que obligarla a jugar a la primera dama con la creación de una oficina como la que el Gobierno ha propuesto ahora se nos antoja una injusticia de la que merecería ser liberada.

Esta columna fue publicada el 8 de octubre del 2016 en la revista Somos.