¡Hacinados!, por Mario Ghibellini
¡Hacinados!, por Mario Ghibellini
Mario Ghibellini

Cuando le toquen la puerta del lugar donde se oculta, el ex presidente Toledo podrá pretender que es otra persona y decir con voz fingida que el hombre al que buscan se encuentra “en una reunión de facultades”, pero ya se sabe que sus posibilidades de coronar con éxito un solo engaño más en esta vida son francamente escasas. Así que, cálculos agoreros aparte, lo más probable es que pronto lo tengamos de regreso en el país y necesitado de un alojamiento en donde pasar el año y medio de prisión preventiva que la justicia le ha dictado. Y la verdad es que, para adivinar en dónde podría terminar instalado, no hay que pensar mucho.

PATRULLA BARBADILLO

El encierro de un ex jefe de Estado, como es lógico, requiere de un espacio peculiar. Nada de Piedras Gordas o Lurigancho. Su pasada investidura le da derecho a algo así como la ‘suite presidencial’ de los penales. Y resulta que en el Perú ese lugar ya existe.

Nos referimos, por supuesto, al fundo Barbadillo, donde ya otro ex mandatario –el ingeniero Fujimori– pasa los días a la sombra. Y a donde, para cumplir con el imperativo de austeridad que debe primar en el Estado, tendría que ser enviado también Toledo.

Pero, ¿imagina alguien cómo sería la convivencia de estos dos ex presidentes, antes enfrentados en la lucha política y de pronto hermanados en las galeras? ¿Mantendrían intacta la mutua inquina o desarrollarían una tolerancia que, eventualmente, podría mutar en camaradería? Los domingos sin visita se hacen largos y la perspectiva de una parrillada en la que uno pone las carnes y el otro, el trago, puede acabar convirtiéndose en una manera de atravesar con ilusión la semana. Quién sabe.

El problema, no obstante, es que aun ese frágil arreglo de complacencia pronto podría verse amenazado. Porque para nadie es un secreto que también otros ex mandatarios están peleando por estos días su clasificación a ese mismo ‘resort’ (con lo que, en un futuro no muy lejano, podríamos terminar con una auténtica ‘patrulla Barbadillo’) y por ‘cosito’ que fuera cualquier nuevo inquilino del local, la situación se tornaría obviamente un poco apretada.

Sin embargo, lo que realmente provocaría en la Diroes uno de esos hacinamientos de pesadilla, típicos de las cárceles peruanas, sería la llegada de algún pez gordo. Uno de esos que consumen mucho rancho y dejan poco espacio. Y que, sobre todo, se convierten en ‘taitas’ nada más transponer el umbral del pabellón al que han sido asignados.

¿Se imagina alguien las reyertas que podrían desatarse en el patio por la sola circunstancia de que hay un interno que ronca en el ambiente que tendrían que compartir como dormitorio, o por la posesión del control remoto de la televisión? ¿Pueden figurarse los amigos lectores las requisas a medianoche que motivaría, por ejemplo, la brusca desaparición del único pomito de alcohol que se guardaba en el tópico médico, o el forcejeo que se produciría por quitarle el cuerpo al turno de limpieza de los servicios higiénicos?

Un infierno sin duda. Pero al mismo tiempo, cómo no resaltarlo, una inesperada manifestación de justicia poética.

Esta columna fue publicada el 18 de febrero del 2017 en la revista Somos.