(Ilustración: Mónica González)
(Ilustración: Mónica González)
Mario Ghibellini

A fuerza de decir cosas que incomoden a Keiko y la guardia mototaxi, Kenji Fujimori ha despertado en los últimos tiempos simpatías en un público que antes lo miraba con impaciencia. Y, claro, el desparpajo con el que, parodiando a su padre, ha clamado frente a la comisión de disciplina de su partido “¡soy inocente!” convoca necesariamente una divertida solidaridad entre quienes advierten el malhumorado estreñimiento que padecen en Fuerza Popular desde que perdieron las elecciones. Pero de ahí a convertirlo en ‘el ungido’ de la política nacional, como pretenden algunos promotores suyos, hay un salto triple no muy bien ejecutado que hace falta revisar.

Máximas y apotegmas
De un tiempo a esta parte, efectivamente, el benjamín de los Fujimori es objeto de profecías que lo colocan en puestos encumbrados del Legislativo o el Ejecutivo como consecuencia inevitable de la sabiduría de la que presuntamente daría testimonio la colección de máximas y apotegmas que nos ha regalado desde que volvió del desierto.

“Se puede hacer una oposición pero tiene que ser constructiva, con ideas, no destructiva”, dice él. Y sus impulsadores murmuran maravillados: “¡Estadista!”. “Estoy a favor de las reformas institucionales necesarias para afianzar la seguridad jurídica y la seguridad ciudadana, sin las que el país no puede avanzar”, proclama. Y desde las galerías se levanta un “ohhhh” reverencial. “¿A quién se comerán los leones?”, se pregunta ensayando un tropo en el que presenta a los congresistas como predadores y sugiere que el hemiciclo recuerda al coliseo romano. Y desde su entorno alguien postula que la imagen parece extraída de ‘Las Iluminaciones’ de Rimbaud…  

¡Ya pues! No es que las cosas que el congresista afirma sean descaminadas o falsas, pero son unos perogrullazos que no pueden ser convertidos de pronto en frases profundas a lo ‘Principito’. Vale la pena resaltar, además, que cuando se pone teórico, el mal se agrava. No olvidemos, por ejemplo, sus viejas elucubraciones sobre la ‘democracia delegativa’ (“Cuando un país atraviesa un periodo de crisis, inestabilidad, incertidumbre, la población está dispuesta a ceder parte de sus derechos a cambio de que el gobierno le restituya el orden y la seguridad”, razonó tiempo atrás para explicarnos los ímpetus disolventes de su padre). O su reciente tesis de que “si tuviéramos un Senado, el debate y la discrepancia quedarían al interior del Congreso”. Claro, porque bien sabido es que las materias de conflicto político no ganan las calles ni tocan las puertas de Palacio hasta que su discusión no se haya agotado en el Parlamento, ¿no?

La verdad es que esta suerte de beatificación que los patrocinadores de Kenji alientan luce un tanto apresurada. Como anuncia su grito de guerra, él es en efecto inocente, pero no necesariamente por las razones que piensa. 

En ese sentido, a los que, en un análisis que quiere ser ingenioso, comentan que a PPK le dicta la agenda política Keiko, y a Keiko se la dicta Kenji, habría que hacerles notar que ello, de ser cierto, no sería una medida de la sagacidad de este último, sino de la precariedad de los dos primeros. Tampoco tampoco.


Esta columna fue publicada el 15 de julio del 2017 en la revista Somos.