Mario Ghibellini

Hay cosas que sencillamente no pueden salir de la boca del presidente . Una de ellas, por supuesto, es el nombre de . La otra, una autocrítica. Porque aquello de “hemos cometido errores con algunas designaciones, así como [al] brindar confianza a quienes se aprovecharon y burlaron de ella”, balbuceado en un momento del , no califica como tal. Para empezar, los nombramientos malhadados en este gobierno no han sido algunos, sino prácticamente todos. Y luego, la contumacia con la que conservó hasta el último momento en sus puestos a personajes como Juan Silva o Bruno Pacheco deja sin base la indulgente tesis del “error” para colocarnos más bien ante la evidencia de una conchabanza fríamente calculada.

En su presentación ante el Congreso, como se sabe, el mandatario postuló que estamos en Shangri-La y no nos damos cuenta porque existe una conspiración de sus archienemigos –la oligarquía, la prensa, Lex Luthor, etc.– para ocultar sus logros: una exhibición de morro que parece contradecir la difundida convicción de que se encuentra acorralado.


–Nuevos niños–

La entrega del ya mencionado Bruno Pacheco y su anunciada disposición a convertirse en colaborador eficaz han reavivado esta semana las teorías sobre la proximidad del día final del profesor Pedro Castillo en el poder. Desde el martes, en efecto, versiones sobre pedidos de asilo en países de la órbita cutro-izquierdista o manotazos al orden constitucional que solo precipitarían su caída han circulado entre los cultores de la idea de que repetir persistentemente los cuentos que sintonizan con sus fantasías acabará por convertirlos en realidad.

Lo cierto, sin embargo, es que, a lo largo del año transcurrido desde la llegada del actual jefe del Estado a Palacio, los peruanos hemos vivido casi 365 presuntos últimos días del gobierno que él encabeza. Y cuando despertamos, el velociráptor todavía está ahí.

Nadie puede ignorar que la avalancha de datos comprometedores que llueve cotidianamente sobre su cabeza lo arrima hacia una posición cada vez más incómoda. Pero la incomodidad de un encierro preventivo, sospechamos, luce a sus ojos mucho más indeseable que la de poner la cara dura frente a los que le saben las miserias que adornan su gestión y apechugar con las pifias. Sobre todo, si tiene la seguridad de que estas no alcanzarán en un futuro visible el número requerido para desalojarlo del lugar desde donde nos observa con desdén.

Si el presidente se ha permitido llamar hace poco a los congresistas “zánganos políticos tradicionales” y, al cabo de algunos días, decirles que les va a “extender la mano” es porque tiene la seguridad de que habita entre ellos un conglomerado suficiente de fulanos resueltos a hacer lo necesario para que él continúe humillándolos. Extender la mano, después de todo, es el movimiento previo a la propinación de toda bofetada.

Esto cobra particular vigencia ahora que Pacheco ha revelado que ‘los niños’ que ensayan volteretas por el hemiciclo son doce, y no seis como se pensaba. Y también tras la comprobación de que hay otros que, sin serlo, se comportan como tales.

En opinión de esta pequeña columna, por ejemplo, no fue precisamente la madurez lo que empujó a inicios de esta semana a parlamentarios como Alejandro Cavero o Adriana Tudela a jugar a la lista de oposición jarocha a la Mesa Directiva del Parlamento, para luego obtener los 16 votos que todo el mundo calculó originalmente que obtendrían, y terminar apoyando la opción que, con una lógica estratégica realista, tendrían que haber apoyado desde el principio. Tampoco parece haber puesto en jaque al gobierno el gesto de levantarse del escaño durante el mensaje presidencial por 28 de julio y salir del recinto parlamentario gritando lo que todos sabemos. Actitudes de ese tipo solo tienen sentido si se coordinan previamente con un número significativo de colegas. De lo contrario, constituyen bravatas inconducentes, hazañas adolescentes para contar luego a los amigos. Y eso vale también para los legisladores mayorcitos que se sumaron o, peor aún, impulsaron las dos zapatetas políticas que acabamos de mencionar. El gobernante que hace un año padecemos cuenta con todos ellos para seguir adelante con su administración inmoral e inepta.


–Los miserables–

No son esos congresistas, sin embargo, los que peor servicio le hacen a la patria. Mucho más daño le reportan a la comunidad aquellos que ante cada nuevo acto de barbarie del jefe del Estado miran para otro lado o modulan las mismas excusas que él para sus trapacerías. Los que saben que por cada día que su mandato se extiende el envilecimiento de los valores que precariamente compartimos alcanza nuevas cumbres, y aún así le retacean su voto a la vacancia. Parlamentarios, en suma, que obtuvieron su curul ofreciéndole al electorado una opción distinta que la que hoy apañan y que tienen la suerte de que Víctor Hugo falleciera a fines del siglo XIX.

Que nadie se engañe: mientras el presidente Castillo conserve en el Congreso a ese puñado de cómplices, la especie de que el día final de su gobierno se acerca será solo una fábula. Y en un año estaremos otra vez imaginando afiebradas soluciones a lo que únicamente terminará si conseguimos que esa hueste de rotosa honra enfrente la vergüenza que le toca.

Mario Ghibellini es periodista