(Ilustración: Mónica González).
(Ilustración: Mónica González).
Mario Ghibellini

Los congresistas, según parece, están todos muy enojados con los resultados del . En esta pequeña columna, estamos persuadidos de que aun los que han tratado de correr la ola de la prohibición de la reelección diciendo que les parece una gran idea, llevan camuflada en algún pliegue del alma una amargura corrosiva. No olvidemos que en toda persona que se sube a una silla y le pide al prójimo que vote por ella existe con mucha probabilidad una fibra narcisista. Y recibir bruscamente la noticia de que más del 80% de la población electoral te quiere pronto de vuelta en el llano tiene que producir una herida justamente ahí.

Conmueven en particular actitudes como la de la congresista Rosa Bartra, que en estos días ha declarado: “En Fuerza Popular, desde mucho antes de convocarse el referéndum, ya habíamos decidido no ir a la reelección”. Una variante de la inmortal expresión “al cabo que ni quería”, que debemos al ingenio del Chavo del 8.

Otros parlamentarios, en cambio, han sido más claros en transmitir su contrariedad por haberse transformado de repente en apestados para una vasta porción de la ciudadanía que poco tiempo atrás los eligió. Y no se han andado con rodeos muy sofisticados tampoco para indicar a quién consideran responsable de sus desgracias.

—Tribus nómadas—

Quizás el caso que mejor ilustre esta afirmación sea el del puñado de náufragos que todavía se identifica como bancada ppkausa. Como se sabe, en los días posteriores al referéndum, Mercedes Araoz, Carlos Bruce, Gilbert Violeta y otros la han emprendido contra el 'premier' Villanueva diciéndole que “no le ven la cara hace seis meses” o que “ya cumplió su ciclo”. Y si bien el que recibe los sopapos en un trance así es en principio el directamente aludido, la verdad es que, a la larga, el que podría resultar afectado por la zapa política es quien lo sostiene: en este caso, el presidente.

Vamos, los presuntos representantes del oficialismo deben haber estado tan cabreados como cualquiera de sus colegas de oposición con la iniciativa gubernamental de cortarles toda posibilidad de reelección inmediata. Pero al menos habrán soñado durante estos meses que, cuando llegase la votación mutiladora, los dejarían acomodarse en un rinconcito del podio de los triunfadores para pasar ante la opinión pública como los justos que pagaban por pecadores. Y al final eso, simplemente, no ocurrió.

Debían, sin embargo, haberlo previsto, porque a lo largo de todo el tenso proceso que precedió al referéndum, el mandatario hizo evidente que, cuando se trataba de repartir machete en el Congreso, no trabajaba con decimales. Es decir, lo mismo recibía Mulder que Letona, y Vitocho que la ppkausa más adulona. Y, consecuentemente, terminada la batalla y muertos los combatientes, no era verosímil que hiciera intentos de resurrección selectiva.

De hecho, en el mensaje a la nación pronunciado el miércoles, el presidente volvió a hablar ecuménicamente de “los eternos congresistas [que] parecen haber olvidado el sentido principal de su trabajo, privilegiando sus intereses personales por encima del Perú”, y de ‘burlas’, ‘trampas’ y ‘mañas’ surgidas en el ámbito del Legislativo, cuyos autores no se tomó el trabajo de precisar. A través de sus gestos, sugirió y sugiere que no hay bancada que se salve del innombrado mal –¿obstruccionismo?, ¿disposición comechada?, ¿blindaje otorongo?– que repele a los votantes que respaldaron su posición en el referéndum.

Pero el problema es que, al licuar de esa manera las identidades, le causa un daño adicional al ya contuso parlamento, porque promueve la temprana conversión que estamos presenciando de ciertas bancadas en tribus nómadas.

—Licencia para matar—

Excepción hecha de los que pertenecen a los partidos más antiguos (Apra y Acción Popular), los grupos parlamentarios que conforman la representación nacional han empezado, en efecto, a desgranarse de un modo más acelerado al habitual, desde que se anunció la consulta celebrada el domingo.

El triste fenómeno que normalmente se observa hacia el final de los cinco años de cada periodo gubernamental, esta vez se está produciendo a solo dos años y medio de iniciada la actual administración, y de una manera tan poderosa que, en la práctica, ha arrastrado en su remolino hasta al presidente del Congreso. La licencia solicitada por Daniel Salaverry a la bancada de Fuerza Popular, como era de prever, ha ido mostrando progresivamente que perseguía propósitos un tanto más extremos que el de un paréntesis protocolar a sus lealtades fujimoristas.

Del barrista enardecido que pretendió fustigar alguna vez a Kenji por sus veleidades de disidente con un latinajo trunco –aparentemente le quiso inquirir ‘Quo Vadis’, pero no pudo decir ni ‘Ben Hur’– al severo Catón que hace pocos días calificó de “nefasta” la ley de financiamiento de partidos aprobada a paso de polca por sus antiguos compañeros de bancada, hay un cambio de carácter tan drástico que parecería escrito por un mal guionista.

Y como él, los legisladores que circulan por el Hall de los Pasos Perdidos con un invisible letrero de ‘placas en trámite’ pegado a la espalda son legión. Saben que no quieren acabar parqueados en ningún conglomerado donde tengan que confraternizar con yesenias, donayres o mamanis, pero por lo demás tienen en este momento tanta curiosidad sobre su destino final como nosotros.

En el fondo, además, están cayendo en la cuenta de que, vayan donde vayan, la atmósfera contaminada en la que el presidente sugiere que están envueltos, los alcanzará.

Parece desde luego una trama montada a propósito para lograr algún protervo fin político. Pero lo más dramático de todo es que probablemente, como suele ocurrir en las alturas del poder de esta comarca del absurdo, sea una estrategia sin norte.