Payasos nefastos, por Mario Ghibellini
Payasos nefastos, por Mario Ghibellini
Mario Ghibellini

La noticia golpea cotidianamente los medios. En Estados Unidos y Canadá, carreteras poco transitadas, puentes sobre riachuelos en zonas boscosas y colegios alejados de los centros urbanos son merodeados de un tiempo a esta parte por payasos con un toque siniestro que han desatado el pánico colectivo. A veces solo contemplan de lejos a los viandantes solitarios, pero en otras ocasiones corren hacia ellos blandiendo el amenazante objeto con el que han decidido aderezar su disfraz –un hacha recién afilada, un bate de béisbol con trazos de sangre– y los hacen huir despavoridos.

Secretamente orgullosos, los gringos creen haber dado con la última locura de su ya enloquecida sociedad, pero la verdad es que eso de los payasos que ponen los pelos de punta lo inventamos los peruanos hace siglos.

BOLSILLOS LARGOS

En vano se afanan, efectivamente, los psicólogos sociales y los antropólogos norteamericanos tratando de explicar el fenómeno a partir de la ‘coulrofobia’ de raíces infantiles o la profusión de películas taquilleras en las que personajes de nariz roja y abundante maquillaje se dedican a aterrar a la platea. Si escarban bien, descubrirán de seguro que la fiebre la inició en Paterson un compatriota nuestro de memoria doliente, que migró precisamente al extranjero para escapar de algún payaso pernicioso con cierta dosis de poder.

¿No hemos visto acaso los peruanos desfilar por la arena política, década tras década, a fulanos y fulanas –porque aquí, en eso de la conducción necia del país, somos inclusivos– que, como congresistas, ministros, primeras damas o presidentes, parecen invitarnos inicialmente a la risa para luego revelarse como una amenaza macabra? ¿No nos hemos acostumbrado a padecer la acción ofensiva de encumbrados individuos con demasiada pintura –en el rostro o en el pelo–, bolsillos largos y un discurso atravesado de absurdos y dobles sentidos? La respuesta es evidente.

Por supuesto que, para espantarnos, tales personajes nunca se han presentado ante nosotros premunidos de sierras eléctricas o garras metálicas, como las que usan sus imitadores gringos. Pero ni falta que les ha hecho. Gracias al proverbial ingenio criollo, ellos han sabido arreglárselas con un buen proyecto de ley intervencionista, una estatización de viejo cuño o un descuidado apunte contable en una agenda, para lograr ese mismo efecto.

Espectadores de una versión degradada de este fenómeno, los norteamericanos no han atinado con darle un nombre apropiado. Payasos ‘siniestros’ o ‘diabólicos’ son las denominaciones que han ensayado para referirse a esos execrables ‘clowns’, dejándose impresionar demasiado, quizás, por el aspecto ‘gore’ de la puesta en escena. Pero la verdad es que lo siniestro o lo diabólico poseen un ingrediente numinoso del que nuestros políticos, siempre de vibración tan baja, carecen de manera absoluta. ‘Nefastos’ resulta sin duda un atributo más adecuado para describirlos y por eso es el que proponemos para identificarlos de ahora en adelante.

En esa misma línea reivindicatoria, demandamos también declarar nuestra paternidad sobre este invento. Inscribirlo tal vez en algún registro internacional o estamparle la ‘marca Perú’ en un lugar visible, antes de que, como el pisco o el cajón, nos sea arrebatado por alguna nación de alma pirata que vaya luego por allí ufanándose de lo que no le pertenece.

Esta columna fue publicada el 15 de octubre del 2016 en la revista Somos.